Por Jorge Villa, presidente de SIGNIS
La Habana y directivo de SIGNIS ALC
En la Parroquia de San Agustín, se
celebró una eucaristía para recibir a la Virgen Peregrina.
La Habana.- Era una noche
similar a otra noche del verano habanero. Había luna y un cielo
despejado, pero esa noche no era una noche cualquiera, era el 8 de
septiembre, fiesta de la Patrona de Cuba, la Santísima Virgen de la
Caridad del Cobre y la presencia en el Océano Atlántico, del
fortísimo huracán Irma, amenazaba a Cuba.
Las noticias no podían ser menos
alentadoras. Era inminente el paso del huracán por la costa norte
cubana, afectando prácticamente la totalidad del país, sin embargo
otro huracán, pero de espiritualidad, esperanza y fe, inundaba las
iglesias y parroquias de la nación.
Mi comunidad, la Parroquia de San
Agustín ubicada en el Municipio Playa de la ciudad de La Habana, no
fue ajena a este suceso. Los fieles acudieron al templo a recibir a
nuestra “Virgen Peregrina”, que durante nueve días anterior a su
fiesta, pernoctaba en la casa de varios miembros de la comunidad,
llevando su amor y misericordia a los vecinos del barrio. Fue un
bello recibimiento, que culminó con la celebración de una
Eucaristía llena de flores y cantos a la Santísima Virgen.
Terminada la celebración, la
solidaridad entre los miembros de la comunidad se hizo evidente. Los
más desprotegidos, ya bien sea porque están solos o porque sus
casas no son lo suficientemente fuertes para resistir los vientos
huracanados, veían las manos tendidas de otros miembros que les
ofrecían sus casas o su apoyo para fortalecer la de ellos.
Era hermoso observar como los más
jóvenes se acercaban a las personas mayores, que como yo, podíamos
ser vulnerables ante este fenómeno atmosférico, no por habitar en
construcciones débiles, sino por la necesidad de un apoyo emocional
o una compañía ante el peligro que acechaba. Era un ofrecimiento
puro, sincero, donde se sentía la presencia del amor al prójimo,
dejando el “yo” a un lado y buscando al necesitado, aunque eso
implicara apartarse de los suyos, a quienes otros miembros de la
familia podían atender.
Irma hizo su presencia en la capital
en la noche del 9 de septiembre y sus efectos devastadores se
hicieron sentir hasta la mañana del lunes 11. Las primeras imágenes
de mi vecindad eran terribles: árboles arrancados de raíces
conjuntamente con el pavimento, tendidos eléctricos en el suelo,
cables telefónicos derribados y por supuesto el corte necesario del
fluido eléctrico. Pero paralelamente a éstas imágenes desoladoras
surgían otras imágenes de amor y esperanza, cuando trabajadores,
miembros de la comunidad, fieles, unieron sus esfuerzos para abrir,
como cualquier otro día, el comedor gratuito de ancianos de la
Parroquia de San Agustín, y no sólo dar servicio a los comensales
habituales, sino a todos aquellos, que afectados fuertemente por la
catástrofe recién ocurrida, necesitaban un plato de comida.
Ese 11 de septiembre fue una larga
mañana para nuestra comunidad, extendida hasta bien entrada la
tarde. Fue una jornada triste, pero contradictoriamente hermosa, al
poder apreciar en los rostros de aquellos necesitados, una sonrisa de
agradecimiento y un vestigio de esperanza en la bondad del ser
humano.
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