Amor infinito”, dice el Papa
El Papa ha ofrecido esta mañana, en
la Audiencia general, celebrada en la plaza de San Pedro ante miles
de peregrinos, la última catequesis sobre la esperanza cristiana, y
lo ha hecho hablando del “Paraíso” como “meta de nuestra
esperanza”.
Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos
días!
Esta es la última catequesis sobre
el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el
comienzo de este año litúrgico. Y terminaré hablando
del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
Al lado de Jesús también hay un reo
confeso: uno que reconoce que ha merecido ese terrible suplicio. Lo
llamamos el “buen ladrón”, que, al contrario del otro, dice:
Nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestros hechos (cf. Lc
23,41).
En el Calvario, en ese viernes
trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación,
de su solidaridad con nosotros, pecadores. Allí se cumple lo
que el profeta Isaías había dicho del Siervo doliente: “Fue
contado entre los malhechores” (53:12; Lc 22:37).
Es allí, en el Calvario, donde Jesús
tiene la última cita con un pecador, para abrirle, también a él,
las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la
palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús se lo
promete un “pobre diablo” que en el madero de la cruz tuvo el
valor de hacerle la más humilde de las peticiones: “Acuérdate de
mí cuando entres en tu reino” (Lc 23,42). No tenía buenas obras
que ofrecerle, no tenía nada, pero confíaba en Jesús, al que
reconoce como inocente, bueno, tan diferente de él (v. 41). Fue
suficiente esa palabra de humilde arrepentimiento para tocar el
corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra
verdadera condición ante Dios: Que somos hijos suyos, que siente
compasión por nosotros, que está desarmado cada vez que le
manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de
tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se
repite infinidad de veces: no hay nadie, por muy mal que haya vivido,
al que solo le quede la desesperación y le esté prohibida la
gracia. Ante Dios todos nos presentamos con las manos vacías un poco
como el publicano de la parábola que se había puesto a rezar al
fondo del templo (Lc 18:13). Y cada vez que un hombre, haciendo el
último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas
superan ampliamente las buenas obras, no debe desanimarse, sino
confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto
nos abre el corazón!.
Dios es Padre, y espera hasta el
final nuestro regreso. Y al hijo pródigo que vuelve y comienza a
confesar sus faltas, el padre le tapa la boca con un abrazo (Lc
15:20). ¡Este es Dios: nos ama así!.
El paraíso no es un lugar fabuloso,
ni tampoco un jardín encantado. El Paraíso es el abrazo con Dios,
Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en la cruz por
nosotros. Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él
hay frío y tinieblas. En la hora de la muerte, el cristiano repite a
Jesús: “Acuérdate de mí”. E incluso si no hubiera nadie que se
acordase de nosotros, Jesús está allí, a nuestro lado. Quieres
llevarnos al lugar más hermoso que existe. Quiere llevarnos allí
con lo poco o lo tanto bueno que ha habido en nuestras vidas,
para que no se pierda nada de lo que ya había redimido. Y a la casa
del Padre llevará también todo lo que en nosotros todavía necesita
redimirse: las faltas y los errores de una vida entera. Esta es la
meta de nuestra existencia: que todo se cumpla y sea transformado en
amor.
Si creemos esto, la muerte deja de
darnos miedo, y también podemos esperar en dejar este mundo con
serenidad, con tanta confianza. El que ha conocido a Jesús ya no
teme nada. Y también nosotros podremos repetir las palabras del
anciano Simeón, bendecido por el encuentro con Cristo, después de
una vida consumida en espera: “Deja ahora, oh Señor, que tu siervo
vaya en paz, conforme a tu palabra, porque mis ojos han visto tu
salvación “(Lc 2,29-30).
Y en ese instante, por fin, ya no
necesitaremos nada, no veremos borroso. No lloraremos más
innecesariamente porque todo ha pasado; incluso las profecías,
incluso el conocimiento. Pero el amor no, el amor permanece. Porque
“la caridad no acaba nunca” (1 Cor 13: 8).
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