4 claves para entender el secreto de su santidad
Luisa Restrepo
Pocos saben de la oscuridad que pasó
nuestro santo de Asís cuando sus frailes menores crecieron
tanto que ya era imposible mantener en todos el mismo espíritu de
pobreza y humildad que le había inspirado Dios hacía muchos años a
él, un joven de un pequeño pueblo de Italia, llamado Juan y apodado
“Francesco”.
Fueron meses duros los que pasó en
soledad, antes de que se celebrara el capítulo de su orden. Tiempo
en el que se retiró a la montaña a rezar para disipar su alma
de la profunda tristeza de ver a su orden dividida y alejada del amor
primero que lo impulso a él, y a sus cuatro primeros amigos, a
dejarlo todo y reconstruir la Iglesia de su amado Cristo.
El libro describe esa oración en
soledad del santo de Asís y nos muestra, de forma absolutamente
elocuente y hermosa, lo que en verdad significa seguir a Cristo como
Él quiere ser seguido y amado.
He querido resaltar 4
puntos (con algunos extractos del libro) para conocer un poco
más de la fisionomía espiritual de un santo como Francisco:
1. Entrar sin miedo a nuestra noche
Cuando sea necesario, retirarse a la
montaña (como lo hizo Francisco) para estar con Dios en la
oscuridad.
«Francisco se calló, cerró
los ojos y permaneció inmóvil, con las manos cruzadas sobre las
rodillas, la cabeza un poco apoyada hacia atrás contra el árbol.
León le miró entonces atentamente. Y tuvo miedo. Su rostro no
estaba solamente hundido y demacrado, sino deshecho y velado por una
profunda tristeza. Ni el menor espacio de luz sobre esta cara
antes tan luminosa. Solo sombra de angustia, de una angustia
honda, que hundía sus raíces hasta el fondo del alma y la
devoraba lentamente. Parecía el rostro de un hombre en una terrible
agonía. Un trazo duro atravesaba la frente, y la boca tenía un
gesto amargo.
Por encima de ellos, escondida en el
follaje espeso de un roble, una tórtola dejaba oír su arrullo
quejoso. Pero Francisco no la oía. Estaba metido completamente en
sus pensamientos. Le llevaban constantemente, a pesar suyo, a la
Porciúncula. Su corazón estaba atado a esta humilde parcela de
tierra, situada cerca de Asís, y a su iglesia de Santa María, que
él mismo había restaurado con sus manos. ¿No era allí donde
quince años antes el Señor le había hecho la gracia de comenzar a
vivir con algunos hermanos según el Evangelio? Todo era entonces
bello y luminoso, como una primavera de la Umbría. Los hermanos
formaban una verdadera comunidad de amigos. Entre ellos el trato era
fácil, simple, transparente. Era, en verdad, la transparencia de una
fuente. Cada uno estaba sometido a todos y no tenía más que un
deseo: seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor Jesucristo. Y
el Señor mismo había bendecido esta pequeñita fraternidad. Y se
había multiplicado rápidamente. Y a través de toda la Cristiandad
habían florecido otras pequeñas fraternidades de hermanos. Pero
ahora todo estaba amenazando ruina. Ya no había unanimidad en la
simplicidad. Entre los hermanos se discutía ásperamente y se
destrozaban. Algunos de ellos, que habían entrado tarde en la Orden,
pero influyentes y con elocuencia, declaraban sin parpadear que la
regla, tal como estaba, no respondía ya a las necesidades de la
comunidad. El porvenir de su Orden le parecía muy sombrío. Veía a
los suyos divididos. Le contaban los malos ejemplos que daban algunos
hermanos y el escándalo que producían entre los fieles».
2. Esperar el amanecer
En medio de su turbación pudo
encontrar luz, como muchas veces nos pasa a nosotros, en las palabras
de una gran amiga suya: Clara. Ella le ayudó a entender que la obra
que él había comenzado no era suya, sino de Dios, y que nada podía
hacer.
«(…) Supongamos que una de las
hermanas de esta comunidad viene a acusarse de haber roto una cosa
cualquiera por una torpeza o por un descuido; le haré, sin duda, una
observación y le pondré una penitencia, como se acostumbra. Pero si
viniera a decirme que ha prendido fuego al monasterio y que está
quemado ya todo o casi todo, creo que en ese momento no tendría nada
que decirle. Me encontraría ante un acontecimiento que me sobrepasa.
La destrucción del monasterio es verdaderamente algo demasiado
grande para que yo me turbe profundamente. Lo que Dios ha
construido El mismo, no se sostendría por la voluntad o el capricho
de una criatura. Tiene otra clase de solidez».
Francisco entendió que el porvenir
de la gran familia religiosa de los Franciscanos, que Dios le ha
confiado, era algo demasiado grande para que dependiera de él solo y
se preocupara hasta el punto de estar turbado. Entendió que es
también, y sobre todo, un asunto de Dios.
3. Encontrar la paz
Así el camino de vuelta a la montaña
pareció menos largo y Francisco, un Viernes Santo, pudo hallar la
paz, no porque todos los problemas de su Orden se hubieran
solucionado, sino porque él entendió que todo era obra de Dios.
«Ese día de Viernes Santo fue
agotador. Francisco lo encontró muy largo. Pero llegó la tarde
trayendo su paz. Una paz profunda. Como la que cae lentamente sobre
los campos cuando se ha terminado el duro trabajo. La tierra está
revuelta, rota. No ofrece ya ninguna resistencia. Se extiende abierta
y dócil. Y ya el fresco de la tarde la penetra y la llena. Volviendo
hacia la ermita, Francisco sentía que poco a poco esta paz lo
envolvía y le invadía. Todo estaba consumado. Cristo había muerto,
se había entregado a su Padre en un derrumbamiento total. Había
aceptado el fracaso. Su vida humana, su honor humano, su misma pena
humana, todo eso se había borrado a sus ojos y había cesado de
contar. Ya no quedaba más que esta sola realidad desmesurada: Dios
es. Eso solo importaba. Eso solo bastaba: que Dios sea Dios. Todo
su ser se había curvado ante esta sola realidad. Había
adorado al Único. Había muerto en esta aceptación sin reserva. En
esta extrema pobreza y en este supremo acoger, y la gloria de Dios le
había cogido. –Dios es, eso basta– murmuró Francisco».
4. Dejar que el sol brille
Y al final descubrió en qué
consistía la verdadera santidad:
«(…) Pero la santidad no es un
cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer
lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a
llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, nuestra
nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios puede crear
todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. El es
el Señor, el Unico, el Solo Santo. Pero coge al pobre por la mano,
le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su
pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su
alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios
es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos
llegar a ser, gozarse totalmente de lo que El es. Extasiarse delante
de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su
misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que
el Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y
es eso tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a
fuerza de puños y poniéndose en tensión.
–¿Y cómo hay que hacer?–
preguntó León.
–Es preciso simplemente no guardar
nada de sí mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de
nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar el ser pobre; renunciar a
todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no ver más que la
gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El
corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como
la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo
cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado
en un simple y puro querer a Dios– Respondió Francisco».
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