Fue un gran pacificador, artífice
del Concilio Vaticano II
ISABEL ORELLANA VILCHES
Juan XXIII
«La inesperada influencia eclesial y
mundial de un hombre bueno que desde niño vivió con honda piedad.
Fue un gran pacificador, artífice del Concilio Vaticano II y de
memorables encíclicas como la Pacem in terris y Mater et Magistra»
Hoy se celebra la festividad de
Nuestra Señora de Begoña, y entre otros santos y beatos, la vida de
este pontífice.
Ángelo Giuseppe, internacionalmente
conocido por su afabilidad como el «papa bueno», nació el 25 de
noviembre de 1881 en Sotto il Monte, Bérgamo, Italia. Era el cuarto
de trece hermanos de una humilde familia de piadosos campesinos.
Creció arropado por las hondas convicciones religiosas del clan
Roncalli. Su tío y padrino Zaverio influyó notablemente en su
formación espiritual. Ingresó en el seminario de Bérgamo en 1892.
El Diario muestra su extraordinaria
sensibilidad plasmada en su amor a Cristo, a la Iglesia, a su familia
y al género humano: «cualquier forma de desconfianza o de trato
descortés con alguien –sobre todo, si se trata de débiles, pobres
o inferiores–, cualquier dureza o irreflexión de juicio me
procuran pena e íntimo sufrimiento». Revela la conciencia de su
propia indigencia –«el Miserere por mis pecados debería ser mi
plegaria más familiar»–, la humildad y generosidad de un alma
nobilísima, dispuesta a conquistar la santidad: «el pensamiento de
que estoy obligado, como mi tarea principal y única, a hacerme santo
cueste lo que cueste, debe ser mi preocupación constante; pero
preocupación serena y tranquila, no agobiante y tirana». En suma,
el Diario revela la trayectoria vital y espiritual de este gran
hombre de Dios. Es uno de esos textos que, por su enseñanza, merecen
estar en la cabecera de cualquier persona.
Becado en 1901 por la diócesis de
Bérgamo, prosiguió su formación en el Pontificio seminario romano.
Mientras aguardaba el momento de su ordenación que se produjo en
1904, cumplió el servicio militar. En 1905 fue designado secretario
del obispo de Bérgamo, Giacomo María Radini Tedeschi, misión que
simultaneó como profesor en el seminario de diversas disciplinas y
otras acciones pastorales y apostólicas. Comenzaba a ser reconocido
como excelente predicador y reclamado por diversas instituciones
católicas. Monseñor Radini murió en 1914, y al año siguiente el
futuro pontífice tuvo que partir al frente actuando como sargento
sanitario y capellán de los combatientes heridos en la batalla.
Culminada la Primera Guerra Mundial,
creó la «Casa del estudiante» y desempeñó una gran labor entre
los alumnos. Fue director espiritual del seminario en 1919, y a
partir de entonces su carrera diplomática fue imparable. Presidió
el consejo central de las Obras pontificias para la Propagación de
la Fe, fue visitador apostólico y obispo de Bulgaria con sede en
Areópoli, delegado apostólico en Turquía y Grecia, nuncio
apostólico en París, y finalmente, cardenal y patriarca de Venecia
en 1953. En estas relevantes misiones fueron evidentes su sencillez y
apertura, así como su carácter respetuoso y dialogante. Era un
observador excepcional y supo actuar con prudencia y tacto en todos
los momentos delicados que se le presentaron. Ya entonces acogió a
miembros de otras religiones. A su paso fue dejando copiosos frutos,
apaciguando los ánimos entre el clero y el estamento diplomático.
En la Segunda Guerra Mundial ayudó a muchos judíos
proporcionándoles el «visado de tránsito». Siempre tuvo presente
el fiat evangélico: «Basta la preocupación por el presente; no es
necesario tener fantasía y ansiedad por la construcción del
futuro».
Cuando en 1958, contando ya 77 años,
fue elegido pontífice, nadie pudo imaginar –y menos él mismo–
que su pontificado iba a suponer un hito de insondables proporciones
en la Iglesia. «No puedo mirar demasiado lejos en el tiempo»,
decía. Sin embargo, en cinco años escasos fue artífice de una
renovación sin precedentes. «Obediencia y paz», el lema que
escogió cuando fue nombrado obispo de Bulgaria, seguía animando su
vida que le urgía al amor. No se olvidó de los enfermos,
especialmente de los niños, ni de los presos a los que confortó
visitándoles, portando con su testimonio el evangelio de la
mansedumbre, de la alegría evangélica y de la generosidad. Fue un
intrépido apóstol, creativo, innovador… Con ese gesto de paz que
le acompañó abría sus brazos a todos. Pero fue también un papa
firme. No dudó en cercenar de raíz formas de vida de la curia que
juzgó impropias de su condición, logró que se respetasen los
derechos laborales de los empleados del Vaticano, designó cardenales
a miembros de países lejanos del Oriente y de América, algo
novedoso en la Iglesia, etc.
A los tres meses de pontificado
convocó el Concilio Vaticano II, y poco después mantuvo un
encuentro con el arzobispo de Canterbury. El Concilio se inició el
11 de octubre de 1962 y con él franqueó la puerta al ecumenismo.
«Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa
Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad», dijo antes de morir.
Había querido renovar la Iglesia con el fin de que pudiese afrontar
su misión evangelizadora en la etapa moderna en la que estaba
inserta con este luminoso criterio: fijarse «en lo que nos une y no
en lo que nos separa». Escribió ocho encíclicas, entre otras, la
Pacem in terris y Mater et Magistra. En mayo de 1963 se conoció el
funesto diagnóstico: cáncer de estómago. Murió el 3 de junio de
ese año en medio de la consternación del mundo que le amaba
profundamente. Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre de 2000
indicando que su fiesta se celebrase el 11 de octubre. Francisco lo
canonizó el 27 de abril de 2014.
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