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lunes, 3 de julio de 2017

Es necesario renovar el pacto social

Leonardo BOFF
Conocí a un hombre que hizo de todo en la vida. Dicen que había sido ateo y marxista, que llegó a ser mercenario de la Legión Extranjera francesa y que disparó contra mucha gente.
Y de pronto se convirtió. Se hizo monje sin salir del mundo. Entró a trabajar como estibador, pero todo el tiempo libre lo dedicaba a la oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras: “Jesús, ayúdame”, “Jesús, perdona mis pecados”, “Jesús santifícame”, “Jesús, hazme amigo de los pobres”, “Jesús, hazme pobre con los pobres”. 
Curiosamente, tenía un estilo de rezar propio. Pensaba: si Dios se hizo persona en Jesús, entonces fue como nosotros: hizo pipí, lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía pucheros cuando le molestaba algo, como el pañal mojado. 
Al principio habría querido más a María, luego más a José, cosas que explican los psicólogos. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas, corriendo tras los perros, tirando piedras a los burros y, bribón, levantando los vestiditos de las niñas para verlas furiosas, como imaginó irreverentemente Fernando Pessoa.
Rezaba a María, la madre del Niño, imaginando cómo ella acunaba a Jesús, cómo lavaba los pañales en el tanque, cómo cocinaba la papilla para el Niño y las comidas sustanciosas para su esposo, el buen José. Y se alegraba interiormente con tales cavilaciones porque las sentía y vivía como conmoción del corazón. Y lloraba con frecuencia de alegría espiritual. 
Al hacerse monje se decidió por aquellos que hacen del mundo su celda y viven radicalmente la pobreza junto con los pobres: los Hermanitos de Foucauld. Creó una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos discípulos. La vida era muy dura: trabajar con los pobres y meditar. Eran sólo tres que acabaron marchándose. Esa vida, así de exigente, no era para ellos. 
Vivió en varios países, amenazado siempre de muerte por los regímenes militares; tenía que esconderse y huir a otro país. Ahí, tiempo después, le ocurría lo mismo. Pero él se sentía en la palma de la mano de Dios. Por eso vivía despreocupado. 
Se incomodaba con la Iglesia institucional, esa de un cristianismo apenas devocional y sin compromiso con la justicia de los pobres, pero finalmente consiguió colaborar con una parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con los sin-tierra, con los sin-techo y con un grupo de mujeres. Acogía a las prostitutas que venían a llorarle sus penas. Y salían consoladas. 
Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y animaba a las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y los sin-techo conseguían establecerse, hacía bellas celebraciones ecuménicas con muchos símbolos, las llamadas “místicas”. 
Todos los días, después de la misa de la tarde, se retiraba durante largo tiempo en la iglesia oscura. Sólo la lamparilla lanzaba destellos titubeantes de luz, transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas erguidas, en extrañas brujas. Y allí se quedaba, impasible, fijos los ojos en el tabernáculo, hasta que llegaba el sacristán a cerrar la iglesia. 
Un día fui a buscarlo a la iglesia. Le pregunté de golpe: “Hermanito, (no voy a revelar su nombre porque lo entristecería), ¿sientes a Dios cuando después del trabajo te metes a meditar aquí en la iglesia? ¿Te dice algo?” 
Con toda tranquilidad, como quien despierta de un sueño profundo, me miró de medio lado y me dijo: 
“No siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho la voz del Amigo (así llamaba a Dios). La sentí un día. Era fascinante. Llenaba mis días de música. Hoy no escucho nada. Tal vez el Amigo no volverá a hablarme nunca más”. 
Le respondí: “¿entonces por qué sigues ahí en la oscuridad sagrada de la iglesia?” 
“Sigo –contestó– porque quiero estar disponible. Si el Amigo quisiera venir, salir de su silencio y hablar, yo estoy aquí para escuchar. ¿Te imaginas si Él me quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, en cada ocasión, viene sólo una vez… ¿Qué sería de mí, infiel amigo del Amigo?” 
Sí, él continúa siempre “esperando a Godot”. “Y no se mueve”, como en la obra de Samuel Beckett. 
Lo dejé en su plena disponibilidad. Salí maravillado y meditando. Gracias a estas personas el mundo está a salvo y Dios continúa manteniendo su misericordia sobre los que le olvidan o le consideran muerto, según dijo un filósofo que se volvió loco. Pero existen los que vigilan y esperan, contra toda esperanza esperan a Godot. Y esta espera hará que cada día todo sea nuevo y lleno de jovialidad. 
Un día el sacristán lo encontró inclinado sobre el banco de la iglesia. Pensó que dormía, pero notó que el cuerpo estaba frio y rígido. 

Como el Amigo no venía, él fue a encontrarlo. Ahora ya no necesita esperar la llegada de Godot. Estará con el Amigo, celebrando una amistad, en el mayor goce imaginable, por los tiempos sin fin.

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