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miércoles, 19 de julio de 2017

El pan nuestro de cada día

Frei Betto
Para nosotros, los seres humanos, comer no es un acto meramente biológico. Es una obra de arte. No nos abalanzamos sobre los alimentos como hacen los urubúes al encontrar carroña. O los perros al arrancar con los dientes la carne pegada al hueso.
Para nosotros los humanos, comer es un ritual. Una fiesta. Comemos con la boca, los ojos, el olor, la piel. Nuestro apetito despierta cuando escuchamos el chisporroteo de las frituras, el borbollar de la sopa, o al sentir el perfume del suflé.
Es una grave indelicadeza no homenajear a quien con tanto esmero prepara los alimentos. Es una blasfemia comer solo, con los ojos en la televisión o internet, sin disfrutar del sabor de cada bocado que se ingiere. Es un pecado suscitar en la mesa emociones negativas. Es empobrecer nuestra humanidad aplacar el hambre con un alimento indefinible, cuyos ingredientes son de procedencia dudosa, como es el caso de ciertos sándwiches de carne imposible de identificar.
La culinaria es un arte milenario, y nos identifica como seres culturales. Los demás animales no la conocen. La condición humana irrumpió el día en que de lo crudo obtuvimos lo cocido.
Comer es un acto holístico. Es la naturaleza que nos entra por la boca con toda su rica y múltiple capacidad de nutrir nuestra existencia.
Es en nosotros que, de modo ejemplar, se recicla la naturaleza. Somos su taller de reciclaje. Con las verduras, las legumbres, los cereales, las carnes y las frutas nos brinda los nutrientes esenciales para que se mantenga nuestra vida.
Cada célula, cada molécula de nuestro ser, se alimenta de lo que ingerimos. Toda nuestra constitución biológica, incluido el cerebro, es un complejo y armonioso sistema digestivo.
Comer es darle un beso en la boca a la naturaleza. Verduras, frutas, cereales y carnes, todo nos lo ofrece la naturaleza. Comer es relacionarse con la fauna, la flora, la atmósfera, el agua.
Comer es una liturgia. Extendemos el mantel; disponemos los cubiertos, los platos y los vasos: nos sentamos a la mesa; compartimos los alimentos con familiares y amigos. Eso sacia el alma y el cuerpo.
Comer es un acto cultural que nos exige memoria, razón e inteligencia. El conocimiento de lo que se nos ofrece en el menú o el plato. Todo menú tiene identidad: es minero, bahiano, gaúcho o paraense;[1] italiano francés, chino o japonés.
Cada ingrediente tiene su historia. Algunos están más próximos a nosotros los latinoamericanos. Tuvieron su origen en nuestro continente, como el maíz, la papa, la yuca y el tomate. Otros vinieron del Oriente, como el aceite, el café y la canela.
Comer exige memoria. No como guardiana del conocimiento, sino como evocación de la identidad familiar, étnica, regional y nacional. ¿Cómo reacciona un minero[2] radicado en Australia ante un frijol tropero o una canjiquinha con costillitas de cerdo?[3] ¿Y un gaúcho al entrar a una churrasquería en Nueva York?
En el plato que tenemos enfrente hay mucho más que la combinación de ciertos ingredientes. Está el recuerdo de la abuela, de la madre, de la antigua cocinera de la familia, del tío a quien le gustaba cocinar. Hay recuerdos de infancia y de los tiempos de antaño.
¿Por qué rechazar ciertos alimentos? ¿Nos caen mal o no sabemos prepararlos adecuadamente? ¿Qué culpa tiene el frijol si nos partimos los dientes al insistir en comerlo crudo?
Hay que respetar la consistencia de cada alimento, su textura, su punto de maduración, su potencial para multiplicarse en innumerables manjares, como la uva, que nos da la fruta, el jugo, la pasa y el vino.
No basta con limitarse a saber lo que conviene comer. Para la buena salud del cuerpo y el alma, urge también saber dónde, cómo y con quién. Nada peor que comer en el mostrador de un bar con el rostro de frente a la pared. O al lado de un depósito de basura. Produce aversión compartir la mesa con quien exhala pesimismo o suscita discusiones ofensivas. Y compromete la salud masticar con demasiada rapidez, sin utilizar los dientes para triturar los alimentos, sentirles el sabor y saciar el potencial de las papilas gustativas.

El pan simboliza todos los alimentos. Y Jesús, al proclamar "yo soy el pan de la vida", nos hizo entender que todo alimento es hostia consagrada que nos asegura el don mayor de Dios: la vida. Por tanto, no hay pecado o crimen más horrendo que desperdiciar alimentos o condenar al hambre a multitudes.

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