Para nosotros, los seres humanos,
comer no es un acto meramente biológico. Es una obra de arte. No nos
abalanzamos sobre los alimentos como hacen los urubúes al encontrar
carroña. O los perros al arrancar con los dientes la carne pegada al
hueso.
Para nosotros los humanos, comer es
un ritual. Una fiesta. Comemos con la boca, los ojos, el olor, la
piel. Nuestro apetito despierta cuando escuchamos el chisporroteo de
las frituras, el borbollar de la sopa, o al sentir el perfume del
suflé.
La culinaria es un arte milenario, y
nos identifica como seres culturales. Los demás animales no la
conocen. La condición humana irrumpió el día en que de lo crudo
obtuvimos lo cocido.
Comer es un acto holístico. Es la
naturaleza que nos entra por la boca con toda su rica y múltiple
capacidad de nutrir nuestra existencia.
Es en nosotros que, de modo ejemplar,
se recicla la naturaleza. Somos su taller de reciclaje. Con las
verduras, las legumbres, los cereales, las carnes y las frutas nos
brinda los nutrientes esenciales para que se mantenga nuestra vida.
Cada célula, cada molécula de
nuestro ser, se alimenta de lo que ingerimos. Toda nuestra
constitución biológica, incluido el cerebro, es un complejo y
armonioso sistema digestivo.
Comer es darle un beso en la boca a
la naturaleza. Verduras, frutas, cereales y carnes, todo nos lo
ofrece la naturaleza. Comer es relacionarse con la fauna, la flora,
la atmósfera, el agua.
Comer es una liturgia. Extendemos el
mantel; disponemos los cubiertos, los platos y los vasos: nos
sentamos a la mesa; compartimos los alimentos con familiares y
amigos. Eso sacia el alma y el cuerpo.
Comer es un acto cultural que nos
exige memoria, razón e inteligencia. El conocimiento de lo que se
nos ofrece en el menú o el plato. Todo menú tiene identidad: es
minero, bahiano, gaúcho o paraense;[1] italiano francés, chino o
japonés.
Cada ingrediente tiene su historia.
Algunos están más próximos a nosotros los latinoamericanos.
Tuvieron su origen en nuestro continente, como el maíz, la papa, la
yuca y el tomate. Otros vinieron del Oriente, como el aceite, el café
y la canela.
Comer exige memoria. No como
guardiana del conocimiento, sino como evocación de la identidad
familiar, étnica, regional y nacional. ¿Cómo reacciona un
minero[2] radicado en Australia ante un frijol tropero o una
canjiquinha con costillitas de cerdo?[3] ¿Y un gaúcho al entrar a
una churrasquería en Nueva York?
En el plato que tenemos enfrente hay
mucho más que la combinación de ciertos ingredientes. Está el
recuerdo de la abuela, de la madre, de la antigua cocinera de la
familia, del tío a quien le gustaba cocinar. Hay recuerdos de
infancia y de los tiempos de antaño.
¿Por qué rechazar ciertos
alimentos? ¿Nos caen mal o no sabemos prepararlos adecuadamente?
¿Qué culpa tiene el frijol si nos partimos los dientes al insistir
en comerlo crudo?
Hay que respetar la consistencia de
cada alimento, su textura, su punto de maduración, su potencial para
multiplicarse en innumerables manjares, como la uva, que nos da la
fruta, el jugo, la pasa y el vino.
No basta con limitarse a saber lo que
conviene comer. Para la buena salud del cuerpo y el alma, urge
también saber dónde, cómo y con quién. Nada peor que comer en el
mostrador de un bar con el rostro de frente a la pared. O al lado de
un depósito de basura. Produce aversión compartir la mesa con quien
exhala pesimismo o suscita discusiones ofensivas. Y compromete la
salud masticar con demasiada rapidez, sin utilizar los dientes para
triturar los alimentos, sentirles el sabor y saciar el potencial de
las papilas gustativas.
El pan simboliza todos los alimentos.
Y Jesús, al proclamar "yo soy el pan de la vida", nos hizo
entender que todo alimento es hostia consagrada que nos asegura el
don mayor de Dios: la vida. Por tanto, no hay pecado o crimen más
horrendo que desperdiciar alimentos o condenar al hambre a
multitudes.
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