hambre
de dignidad, porque han sido despojados
Queridos hermanos y hermanas:
En la misa del jueves en Bogotá
escuchábamos el llamado de Jesús a sus primeros discípulos; esta
parte del Evangelio de Lucas que comenzó con aquella narración,
culmina con el llamado a los Doce. ¿Qué recuerdan los evangelistas
entre ambos acontecimientos? Que este camino de seguimiento supuso en
los primeros seguidores de Jesús mucho esfuerzo de purificación.
Algunos preceptos, prohibiciones y mandatos los hacían sentir
seguros; cumplir con determinadas prácticas y ritos los dispensaba
de la inquietud de preguntarse: ¿Qué es lo que le agrada a nuestro
Dios? Jesús, el Señor, les señala que cumplir es caminar tras Él,
y que ese caminar los ponía frente a leprosos, paralíticos,
pecadores.
La libertad de Jesús se contrapone
con la falta de libertad de los doctores de la ley de aquella época,
que estaban paralizados por una interpretación y practica rigorista
de la ley. Jesús no se queda en un cumplimento aparentemente
«correcto», Él lleva la ley a su plenitud y por eso quiere
ponernos en esa dirección, en ese estilo de seguimiento que supone
ir a lo esencial, renovarse e involucrarse. Son tres actitudes que
tenemos que plasmar en nuestra vida de discípulos.
Lo primero, ir a lo esencial. No
quiere decir «romper con todo» lo que no se acomoda a nosotros,
porque tampoco Jesús vino «a abolir la ley, sino a llevarla a su
plenitud» (Mt 5,17); es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta
y tiene valor para la vida. Jesús enseña que la relación con Dios
no puede ser un apego frío a normas y leyes, ni tampoco un
cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a un cambio real
de vida. Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado simplemente
por una costumbre, porque contamos con un certificado de bautismo,
sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor.
El discipulado no es algo estático,
sino un continuo movimiento hacia Cristo; no es simplemente el apego
a la explicación de una doctrina, sino la experiencia de la
presencia amigable, viva y operante del Señor, un permanente
aprendizaje por medio de la escucha de su Palabra. Y esa palabra, lo
hemos escuchado, se nos impone en las necesidades concretas de
nuestros hermanos: será el hambre de los más cercanos en el texto
proclamado, o la enfermedad en lo que narra Lucas a continuación.
La segunda palabra, renovarse. Como
Jesús «zarandeaba» a los doctores de la ley para que salieran de
su rigidez, ahora también la Iglesia es «zarandeada» por el
Espíritu para que deje sus comodidades y apegos. La renovación no
nos debe dar miedo. La Iglesia está siempre en renovación —Ecclesia
semper reformanda—. No se renueva a su antojo, sino que lo hace
«firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de la esperanza
transmitida por la Buena Noticia» (Col 1,23). La renovación supone
sacrificio y valentía, no para considerarse mejores o más pulcros,
sino para responder mejor al llamado del Señor. El Señor del
sábado, la razón de ser de todos nuestros mandatos y
prescripciones, nos invita a ponderar lo normativo cuando está en
juego el seguimiento; cuando sus llagas abiertas, su clamor de hambre
y sed de justicia nos interpelan y nos imponen respuestas nuevas. Y
en Colombia hay tantas situaciones que reclaman de los discípulos el
estilo de vida de Jesús, particularmente el amor convertido en
hechos de no violencia, de reconciliación y de paz.
La tercera palabra, involucrarse.
Involucrarse, aunque para algunos eso parezca ensuciarse, mancharse.
Como David o los suyos que entraron en el Templo porque tenían
hambre y los discípulos de Jesús entraron en el sembrado y comieron
las espigas, también hoy a nosotros se nos pide crecer en arrojo, en
un coraje evangélico que brota de saber que son muchos los que
tienen hambre, hambre de Dios, hambre de dignidad, porque han sido
despojados. Y, como cristianos, ayudar a que se sacien de Dios; no
impedirles o prohibirles ese encuentro. No podemos ser cristianos que
alcen continuamente el estandarte de «prohibido el paso», ni
considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es
absolutamente mío.
La Iglesia no es nuestra, es de Dios;
Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen cabida,
todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento.
Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) y no podemos ser
quienes impidamos ese encuentro. Al contrario, Jesús nos pide, como
lo hizo a sus discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16);
este es nuestro servicio. Bien entendió esto Pedro Claver, a quien
hoy celebramos en la liturgia y que mañana veneraré en Cartagena.
«Esclavo de los negros para siempre» fue su lema de vida, porque
comprendió, como discípulo de Jesús, que no podía permanecer
indiferente ante el sufrimiento de los más desamparados y ultrajados
de su época y que tenía que hacer algo para aliviarlo.
Hermanos y hermanas, la Iglesia en
Colombia está llamada a empeñarse con mayor audacia en la formación
de discípulos misioneros, así como lo señalamos los obispos
reunidos en Aparecida en el año 2007. Discípulos que sepan ver,
juzgar y actuar, como lo proponía aquel documento latinoamericano
que nació en estas tierras (cf. Medellín, 1968). Discípulos
misioneros que saben ver, sin miopías heredadas; que examinan la
realidad desde los ojos y el corazón de Jesús, y desde ahí la
juzgan. Y que arriesgan, actúan, se comprometen.
He venido hasta aquí justamente para
confirmarlos en la fe y en la esperanza del Evangelio: manténganse
firmes y libres en Cristo, de modo que lo reflejen en todo lo que
hagan; asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús,
conózcanlo, déjense convocar e instruir por Él, anúncienlo con la
mayor alegría.
Pidamos a través de la intercesión
de nuestra Madre, Nuestra Señora de la Candelaria, que nos acompañe
en nuestro camino de discípulos, para que, poniendo nuestra vida en
Cristo, seamos simplemente misioneros que llevemos la luz y la
alegría del Evangelio a todas las gentes”.
Comisión Intereclesial de
Justicia y Paz
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