Leonardo Boff
El proceso de colonización de ayer y la recolonización
actual, impuesta por los países centrales, está teniendo el efecto
de producir, consolidar y profundizar nuestra dependencia y
fragilizar nuestra democracia, siempre amenazada por algún golpe de
las élites adineradas, cuando se dan cuenta del ascenso de las
clases populares, vistas como una amenaza a sus altos niveles de
acumulación. Así fue con el golpe de 2017 detrás del cual estaban
y están los dueños del dinero.
Hay que reconocer que seguimos en la periferia de los países
centrales, que desde el siglo XVI nos mantienen enganchados a ellos.
Brasil no se sostiene de pie autónomamente. Yace injustamente
“acostado eternamente en cuna espléndida”. La mayoría de la
población está compuesta por los supervivientes de una gran
tribulación histórica de sometimiento y de marginación.
La Casa grande y la Senzala constituyen los
goznes teóricos articuladores de todo el edificio social. La mayoría
de los habitantes de la Senzala, sin embargo, aún no ha
descubierto que la opulencia de la Casa Grande fue
construida con su trabajo superexplotado, con su sangre y con sus
vidas, absolutamente desgastadas.
Nunca tuvimos una Bastilla que derribara a los dueños seculares
del poder y del privilegio y permitiese la emergencia de otro sujeto
de poder, capaz de moldear la sociedad brasileña de forma que todos
pudieran caber en ella. Las clases acomodadas practicaron la
conciliación entre ellas, excluyendo siempre al pueblo. El juego
nunca cambió, sólo se barajan de otra manera las cartas de la misma
y única baraja, como mostró Marcel Burztyn: El país de las
alianzas, las élites y el continuismo en Brasil (1990) y
más recientemente Jessé de Souza: Atraso de las élites: de la
esclavitud hasta hoy día (2017).
La filósofa Marilena Chauí resumió sintéticamente el legado
perverso de esta herencia: “La sociedad brasileña es una sociedad
autoritaria, sociedad violenta, con una economía predatoria de los
recursos humanos y naturales, conviviendo con naturalidad con la
injusticia, la desigualdad, la ausencia de libertad y con los
espantosos índices de las diversas formas institucionalizadas
–formales e informales– de exterminio físico y psíquico, y de
exclusión social, política y cultural” (500 años, cultura y
política en Brasil, 1993: 51-52). El golpe parlamentario, jurídico
y mediático de 2016 se enmarca en esta tradición.
El orden capitalista se encuentra en una posición absolutamente
hegemónica en este escenario de la historia, sin oposición o
alternativa inmediata a él.
Como nunca antes, el orden y la cultura del capital muestran
inequívocamente su rostro inhumano, creando una absurda
concentración de riqueza a costa de la devastación de la
naturaleza, del agotamiento de la fuerza de trabajo y de una terrible
pobreza mundial.
Hay crecimiento/desarrollo sin trabajo porque la utilización
creciente de la informatización y de la robotización suprime el
trabajo humano y crea desempleados estructurales, hoy totalmente
descartables. Se cuentan por millones en los países centrales y
entre nosotros, particularmente, tras el golpe parlamentario de 2016.
El mercado mundial, caracterizado por una competencia feroz, es
profundamente asesino. Quien está en el mercado, existe; quien no
resiste, deja de existir. Los países pobres pasan de la dependencia
a ser prescindibles. Son excluidos del nuevo orden-desorden mundial y
entregados a su propia miseria, como África, o son integrados de
forma subalterna, como los países latinoamericanos, especialmente el
Brasil del golpe parlamentario.
Los incluidos de forma agregada asisten a un drama terrible. Ven
como se crean dentro de ellos islas de bienestar material con todas
las ventajas de los países centrales, un 30% de la población, al
lado del mar de miseria y de exclusión de las grandes mayorías, que
en Brasil alcanzan a más de la mitad de la población. Es la
perversidad del orden del capital, un sistema anti-vida como a menudo
lo ha incriminado el Papa Francisco.
No debemos evitar la dureza de las palabras, pues la tasa de
iniquidad social para gran parte de la humanidad se presenta
insostenible desde el sentido de una ética mínima y de compasión
solidaria. Una razón más para convencernos de que no hay
futuro para un Brasil insertado de esta forma en la globalización
económico-financiera, excluyente y destructora de la esperanza, es
ver cómo está siendo impuesta con la máxima celeridad por el nuevo
gobierno ilegítimo.
Hay que buscar otro paradigma diferente y alternativo no sólo
para Brasil sino para el mundo. Lentamente está siendo gestado en
los movimientos de base y en sectores progresistas del mundo entero
con sensibilidad ecológico-social, fundada en el cuidado y en la
responsabilidad colectiva. De lo contrario podemos ser llevados por
un camino sin retorno.
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