La Santa Sede ha votado a favor de un
tratado para impedir las armas nucleares. Este primer voto del
Vaticano en la ONU marca una nueva etapa de la doctrina de la
Iglesia, cada vez más comprometida contra las armas atómicas.
POR NICOLAS SENÈZE - ROMA
La información ha pasado
desapercibida: el 7 de julio de 2017, la Santa Sede ha votado, por
primera vez en su historia, en las Naciones Unidas. Como simple
observador, el Vaticano normalmente no tiene derecho a voto en la
ONU, pero la convención que está negociando el tratado sobre la
prohibición de las armas nucleares había decidido darle los mismos
derechos que los otros Estados miembros.
A partir del 20 de septiembre,
debería estar entre los primeros en ratificarlo, lo que permitiría
llegar más rápidamente a las cincuenta ratificaciones necesarias
para que entre en vigor un tratado que ha visto al Papa Francisco
firmemente comprometido.
«Un falso sentimiento de seguridad»
«Debemos comprometernos por un mundo
sin armas nucleares», había escrito el Papa, en marzo pasado, a la
convención de las Naciones Unidas encargada de negociar el tratado.
Al denunciar la disuasión nuclear, consideraba que «una ética y un
derecho basados en la amenaza de una destrucción recíproca –y,
potencialmente, de toda la humanidad– son contrarios al espíritu
mismo de las Naciones Unidas». Para él, «la paz y la estabilidad
internacional no pueden fundarse sobre un falso sentimiento de
seguridad, sobre la amenaza de una destrucción recíproca, de una
aniquilación total, sobre el simple mantenimiento de un equilibrio
de potencias».
Esta declaración papal marcaba una
nueva etapa del Vaticano en lo que atañe a la cuestión de la
disuasión nuclear. Inmediatamente después de la encíclica de Juan
XXIII, Pacem in terris, que preconizaba «la prohibición de las
armas atómicas», el Concilio Vaticano II consideró que la
disuasión nuclear no era un medio seguro de construir la paz.
Sin embargo, en el contexto de la
Guerra Fría, el Magisterio interpretó diversamente este principio,
sobretodo debido al hecho que diversos episcopados defendían el
arsenal nuclear de sus países. En junio de 1982, en un mensaje a la
ONU, Juan Pablo II consideraba que «una disuasión basada sobre el
equilibrio, no ciertamente como un fin en sí misma, sino como una
etapa del camino del desarme progresivo, puede ser juzgada como
moralmente aceptable».
Al mismo tiempo, el Papa polaco no podía aceptar las consecuencias de un conflicto nuclear y se puso manos a la obra para que los estados tomaran conciencia de sus responsabilidades. En 1981, la Academia Pontificia de las Ciencias puso en guardia a los militares contra «las hipótesis erróneas concernientes a los aspectos médicos de una guerra nuclear», estimando que «las recientes declaraciones según las cuales es posible ganar una guerra nuclear y sobrevivir, demuestran una falta de apreciación de la realidad médica».
Al mismo tiempo, el Papa polaco no podía aceptar las consecuencias de un conflicto nuclear y se puso manos a la obra para que los estados tomaran conciencia de sus responsabilidades. En 1981, la Academia Pontificia de las Ciencias puso en guardia a los militares contra «las hipótesis erróneas concernientes a los aspectos médicos de una guerra nuclear», estimando que «las recientes declaraciones según las cuales es posible ganar una guerra nuclear y sobrevivir, demuestran una falta de apreciación de la realidad médica».
La evolución del discurso papal
Juan Pablo II hizo difundir este
texto. Por su parte, en los años 80, numerosas conferencias
episcopales se comprometieron contra las armas atómicas.
Tras la caída del Muro de Berlín,
el discurso papal evolucionó y fue más severo y firme contra el
«equilibrio del terror». En 1992, el representante de la Santa Sede
en la ONU declaró que «la peligrosa estrategia de la disuasión
nuclear está anticuada»; al año siguiente, juzgó que «la
disuasión nuclear (…) constituye un obstáculo para un auténtico
desarme nuclear».
Sin embargo, fue necesario esperar
hasta Benedicto XVI para oír, en el discurso pontificio, una condena
firme de la disuasión nuclear. «¿Qué decir, además, de los
gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la
seguridad de su país?», se interrogaba en 2006, en su primer
mensaje para la Jornada Mundial de la Paz. «Junto con innumerables
personas de buena voluntad, se puede afirmar que este planteamiento,
además de funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra
nuclear no habría vencedores, sino sólo víctimas», continuaba.
Al mismo tiempo, la diplomacia
pontificia se comprometía firmemente para prohibir las armas
nucleares. Hasta llegar a la carta del Papa Francisco a la ONU del
pasado mes de marzo. Con palabras claras y sin ambigüedad, afirmaba
que «el objetivo final de la eliminación total de las armas
nucleares» es «un imperativo moral y humanitario».
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