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miércoles, 20 de septiembre de 2017

La Santa Sede, firmemente comprometida contra las armas nucleares

La Santa Sede ha votado a favor de un tratado para impedir las armas nucleares. Este primer voto del Vaticano en la ONU marca una nueva etapa de la doctrina de la Iglesia, cada vez más comprometida contra las armas atómicas.
POR NICOLAS SENÈZE - ROMA
La información ha pasado desapercibida: el 7 de julio de 2017, la Santa Sede ha votado, por primera vez en su historia, en las Naciones Unidas. Como simple observador, el Vaticano normalmente no tiene derecho a voto en la ONU, pero la convención que está negociando el tratado sobre la prohibición de las armas nucleares había decidido darle los mismos derechos que los otros Estados miembros.
Para su primer voto en la ONU, la Santa Sede se ha pronunciado a favor de la prohibición total de las armas nucleares. No es que el Vaticano haya previsto dotarse con un arma atómica, pero al firmar el tratado, la Santa Sede aporta su autoridad moral, ya que ningún país poseedor de armas nucleares lo ha firmado.
A partir del 20 de septiembre, debería estar entre los primeros en ratificarlo, lo que permitiría llegar más rápidamente a las cincuenta ratificaciones necesarias para que entre en vigor un tratado que ha visto al Papa Francisco firmemente comprometido.
«Un falso sentimiento de seguridad»
«Debemos comprometernos por un mundo sin armas nucleares», había escrito el Papa, en marzo pasado, a la convención de las Naciones Unidas encargada de negociar el tratado. Al denunciar la disuasión nuclear, consideraba que «una ética y un derecho basados en la amenaza de una destrucción recíproca –y, potencialmente, de toda la humanidad– son contrarios al espíritu mismo de las Naciones Unidas». Para él, «la paz y la estabilidad internacional no pueden fundarse sobre un falso sentimiento de seguridad, sobre la amenaza de una destrucción recíproca, de una aniquilación total, sobre el simple mantenimiento de un equilibrio de potencias».
Esta declaración papal marcaba una nueva etapa del Vaticano en lo que atañe a la cuestión de la disuasión nuclear. Inmediatamente después de la encíclica de Juan XXIII, Pacem in terris, que preconizaba «la prohibición de las armas atómicas», el Concilio Vaticano II consideró que la disuasión nuclear no era un medio seguro de construir la paz.
Sin embargo, en el contexto de la Guerra Fría, el Magisterio interpretó diversamente este principio, sobretodo debido al hecho que diversos episcopados defendían el arsenal nuclear de sus países. En junio de 1982, en un mensaje a la ONU, Juan Pablo II consideraba que «una disuasión basada sobre el equilibrio, no ciertamente como un fin en sí misma, sino como una etapa del camino del desarme progresivo, puede ser juzgada como moralmente aceptable».
Al mismo tiempo, el Papa polaco no podía aceptar las consecuencias de un conflicto nuclear y se puso manos a la obra para que los estados tomaran conciencia de sus responsabilidades. En 1981, la Academia Pontificia de las Ciencias puso en guardia a los militares contra «las hipótesis erróneas concernientes a los aspectos médicos de una guerra nuclear», estimando que «las recientes declaraciones según las cuales es posible ganar una guerra nuclear y sobrevivir, demuestran una falta de apreciación de la realidad médica».
La evolución del discurso papal
Juan Pablo II hizo difundir este texto. Por su parte, en los años 80, numerosas conferencias episcopales se comprometieron contra las armas atómicas.
Tras la caída del Muro de Berlín, el discurso papal evolucionó y fue más severo y firme contra el «equilibrio del terror». En 1992, el representante de la Santa Sede en la ONU declaró que «la peligrosa estrategia de la disuasión nuclear está anticuada»; al año siguiente, juzgó que «la disuasión nuclear (…) constituye un obstáculo para un auténtico desarme nuclear».
Sin embargo, fue necesario esperar hasta Benedicto XVI para oír, en el discurso pontificio, una condena firme de la disuasión nuclear. «¿Qué decir, además, de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la seguridad de su país?», se interrogaba en 2006, en su primer mensaje para la Jornada Mundial de la Paz. «Junto con innumerables personas de buena voluntad, se puede afirmar que este planteamiento, además de funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra nuclear no habría vencedores, sino sólo víctimas», continuaba.
Al mismo tiempo, la diplomacia pontificia se comprometía firmemente para prohibir las armas nucleares. Hasta llegar a la carta del Papa Francisco a la ONU del pasado mes de marzo. Con palabras claras y sin ambigüedad, afirmaba que «el objetivo final de la eliminación total de las armas nucleares» es «un imperativo moral y humanitario».

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