al
CELAM reunido en plenaria
La 36º Asamblea General Ordinaria se
está realizando del 9 al 12 de mayo en El Salvador
Mis hermanos Obispos reunidos en la
Asamblea del CELAM Queridos hermanos Quiero acércame a Ustedes en
estos días de Asamblea que tiene como mística de fondo la
celebración de los 300 años de Nuestra Señora Aparecida. Y, con
Ustedes me gustaría poder “visitar” ese Santuario.
Hace 300 años un grupo de pescadores
salió como de costumbre a tirar sus redes “Salieron a ganarse la
vida y fueron sorprendidos por un hallazgo que les cambió los pasos:
en sus rutinas son encontrados por una pequefla imagen toda
recubierta de fango.
Era Nuestra Señora de la Concepción,
imagen que durante 15 años permaneció en la casa de uno de ellos, y
allí los pescadores iban a rezar y Ella los ayudaba a crecer en la
fe. Aún hoy 300 aflos después, Nuestra Señora Aparecida, nos hace
crecer, nos sumerge en un camino discipular. Aparecida es toda ella
una escuela de discipulado. Y, al respecto, quisiera señalar tres
aspectos. El primero son los pescadores.
No eran muchos, un grupito de hombres
que cotidianamente salían a encarar el día y a enfrentar la
incertidumbre que el rio les deparaba. Hombres que Vivian con la
inseguridad de nunca saber cual seria la “ganancia” del día;
incertidumbre nada fácil de gestionar cuando se trata de llevar el
alimento a casa y sobre todo cuando en esa casa hay niños que
alimentar.
Los pescadores son esos hombres que
conocen de primera mano la ambivalencia que se da entre la
generosidad del rio y la agresividad de sus desbordes. Hombres
acostumbrados a enfrentar inclemencias con la reciedumbre y cierta
santa “tozudez” de quienes día a día no dejan – porque no
pueden- de tirar las redes.
Esta imagen nos acerca al centro de
la vida de tantos hermanos nuestros. Veo rostros de personas que
desde muy temprano y hasta bien entrada la noche salen a ganarse la
vida. Y lo hacen con la inseguridad de no saber cual será el
resultado. Y lo que más duele es ver que – casi de ordinario –
salen a enfrentar la inclemencia generada por uno de los pecados más
graves que azota hoy a nuestro Continente: la corrupción, esa
corrupción que arrasa con vidas sumergiéndolas en la más extrema
pobreza.
Corrupción que destruye poblaciones
enteras sometiéndolas a la precariedad. Corrupción que, como un
cáncer, va carcomiendo la vida cotidiana de nuestro pueblo. Y ahí
están tantos hermanos nuestros que, de manera admirable, salen a
pelear y a enfrentar los “desbordes” de muchos… de muchos que
no necesitan salir.
El segundo aspecto es la Madre. María
conoce de primera mano la vida de sus hijos. En criollo me atrevo a
decir: es madraza. Una madre que está atenta y acompafla la vida de
los suyos. Va a donde no se la espera.
En el relato de Aparecida la
encontramos en medio del rio rodeada de fango. Ahí espera a sus
hijos, ahí está con sus hijos en medio de sus luchas y búsquedas.
No tiene miedo de sumergirse con 2 ellos en los avatares de la
historia y, si es necesario, ensuciarse para renovar la esperanza.
María aparece allí donde los
pescadores tiran las redes, allí donde esos hombres intentan ganarse
la vida. Ahí está ella. Por último, el encuentro. Las redes no se
llenaron de peces sino de una presencia que les llenó la vida y les
dió la certeza de que en sus intentos, en sus luchas, no estaban
solos. Era el encuentro de esos hombres con María. Luego de
limpiarla y restaurarla la llevaron a una casa donde permaneció un
buen tiempo.
Ese hogar, esa casa, fue el lugar
donde los pescadores de la región iban al encuentro de la Aparecida
Y esa presencia se hizo comunidad, Iglesia. Las redes no se llenaron
de peces, se transformaron en comunidad.
En Aparecida, encontramos la dinámica
del Pueblo creyente que se confiesa pecador y salvado, un pueblo
recio y tozudo, consciente de que sus redes, su vida, está llena de
una presencia que lo alienta a no perder la esperanza; una presencia
que se esconde en lo cotidiano del hogar y de las familias, en esos
silenciosos espacios en los que el Espíritu Santo sigue apuntalando
a nuestro Continente.
Todo esto nos presenta un hermoso
icono que a nosotros, pastores, se nos invita a contemplar. Vinimos
como hijos y como discípulos a escuchar y aprender que es lo que
hoy, 300 años después, este acontecimiento nos sigue diciendo.
Aparecida (ya sea aquella aparición como hoy la experiencia de la
Conferencia) no nos trae recetas sino claves, criterios, pequeñas
grandes certezas para iluminar y, sobre todo, “encender” el deseo
de quitarnos todo ropaje innecesario y volver a las raíces, a lo
esencial, a la actitud que plantó la fe en los comienzos de la
Iglesia y después hizo de nuestro Continente la tierra de la
esperanza. Aparecida tan solo quiere renovar nuestra esperanza en
medio de tantas “inclemencias”.
La primera invitación que este icono
nos hace como pastores es aprender a mirar al Pueblo de Dios.
Aprender a escucharlo y a conocerlo , a darle su importancia y lugar.
No de manera conceptual u organizativa, nominal o funcional. Si bien
es cierto que hoy en día hay una mayor participación de fieles
laicos, muchas veces los hemos limitado solo al compromiso
intraeclesial sin un claro estimulo para que permeen, con la fuerza
del evangelio, los ambientes sociales, políticos, económicos,
universitarios.
Aprender a escuchar al Pueblo de Dios
significa descalzarnos de nuestros prejuicios y racionalismos, de
nuestros esquemas funcionalistas para conocer cómo el Espíritu
actúa en el corazón de tantos hombres y mujeres que con gran
reciedumbre no dejan de tirar las redes y pelean por hacer creíble
el evangelio, para conocer como el Espíritu sigue moviendo la fe de
nuestra gente; esa fe que no sabe tanto de ganancias y de éxitos
pastorales sino de firme esperanza.
!Cuánto tenemos aprender de la fe de
nuestra gente! La fe de madres y abuelas que no tienen miedo a
ensuciarse para sacar a sus hijos adelante. Saben que el mundo que
les toca vivir está plagado de injusticias, por doquier ven y
experimentan la carencia y la fragilidad de una sociedad que se
fragmenta cada día más, donde la impunidad de la corrupción sigue
cobrándose vidas y desestabilizando las ciudades. No solo lo saben…
lo viven.
Y ellas son el claro ejemplo de la
segunda realidad que como pastores somos invitados a asumir: no
tengamos miedo de ensuciarnos por nuestra gente. No tengamos miedo
del fango de la historia con tal de rescatar y renovar la esperanza.
Sólo pesca aquél que no tiene miedo de arriesgar y comprometerse
por los suyos. Y esto no nace de la heroicidad o del carácter
kamikaze de algunos, ni es una inspiración individual de alguien que
se quiera inmolar.
Toda la comunidad creyente es la que
va en búsqueda de Su Señor, porque sólo saliendo y dejando las
seguridades (que tantas veces son ‘mundanas”) es como la Iglesia
se centra. Sólo dejando de ser auto-referencial somos capaces de
re-centrarnos en Aquél que es fuente de Vida y Plenitud.
Para poder vivir con esperanza es
crucial 3 que nos re-centremos en Jesucristo que ya habita en el
centro de nuestra cultura y viene a nosotros siempre nuevo. El es el
centro. Esta certeza e invitación nos ayuda a nosotros, pastores, a
centrarnos en Cristo y en su Pueblo. Ellos no son antagónicos.
Contemplar a Cristo en su pueblo es aprender a descentrarnos de
nosotros mismos, para centrarnos en el único Pastor.
Re-centrarnos con Cristo en su Pueblo
es tener el coraje de ir hacia las periferias del presente y del
futuro confiados en la esperanza de que el Señor sigue presente y Su
presencia será fuente de Vida abundante.
. De aquí vendrá la creatividad y
la fuerza para llegar a donde se gestan los nuevos paradigmas que
están pautando la vida de nuestros países y poder alcanzar, con la
Palabra de Jesús, los núcleos más hondos del alma de las ciudades
donde, cada día más, crece la experiencia de no sentirse ciudadanos
sino más bien ‘ciudadanos a medias’ o ‘sobrantes urbanos’.
(Cfr. EG 74).
Es cierto, no lo podemos negar, la
realidad se nos presenta cada vez más complicada y desconcertante,
pero se nos pide vivirla como discípulos del Maestro sin permitirnos
ser observadores asépticos e imparciales, sino hombres y mujeres
apasionados por el Reino deseosos de impregnar las estructuras de la
sociedad con la Vida y el Amor que hemos conocido. Y esto no como
colonizadores o dominadores sino compartiendo el buen olor de Cristo
y que sea ese olor el que siga transformando vidas. Vuelvo a
reiterarles, como hermano, lo que escribía en Evangelii
Gaudium (49):
‘prefiero una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma
por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias
seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que
termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si
algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia es
que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el
consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que
los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el
temor a equivocarnos espero que nos mueva el temor a encerrarnos en
las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que
nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos
repite sin cansarse: ‘¡Dadles vosotros de comer!’ (Mc 6,37)’.
Esto ayudará a revelar la dimensión
misericordiosa de la maternidad de la Iglesia que, al ejemplo de
Aparecida, está entre los “ríos y el fango de la historia”
acompañando y alentando la esperanza para que cada persona, allí
donde está, pueda sentirse en casa, puede sentirse hijo amado,
buscado y esperado. Esta mirada, este diálogo con el Pueblo fiel de
Dios, ofrece al pastor dos actitudes muy lindas a cultivar: coraje
para anunciar el evangelio y aguante para sobrellevar las
dificultades y los sinsabores que la misma predicación provoca. En
la medida en que nos involucremos con la vida de nuestro pueblo fiel
y sintamos el hondón de sus heridas, podremos mirar sin “filtros
clericales” el rostro de Cristo, ir a su Evangelio para rezar,
pensar, discernir y dejarnos transformar, desde Su rostro, en
pastores de esperanza. Que María, Nuestra Señora Aparecida, nos
siga llevando a su Hijo para que nuestros pueblos en Él, tengan
vida… y en abundancia. Y, por favor, les pido que no se olviden de
rezar por mi. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente. Vaticano, 8 de mayo
de 2017. Francisco
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