Leonardo BOFF
Conocí a un hombre que hizo de todo
en la vida. Dicen que había sido ateo y marxista, que llegó a ser
mercenario de la Legión Extranjera francesa y que disparó contra
mucha gente.
Y de pronto se convirtió. Se hizo
monje sin salir del mundo. Entró a trabajar como estibador, pero
todo el tiempo libre lo dedicaba a la oración y a la meditación.
Durante el día recitaba mantras: “Jesús, ayúdame”, “Jesús,
perdona mis pecados”, “Jesús santifícame”, “Jesús, hazme
amigo de los pobres”, “Jesús, hazme pobre con los pobres”.
Curiosamente, tenía un estilo de
rezar propio. Pensaba: si Dios se hizo persona en Jesús, entonces
fue como nosotros: hizo pipí, lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía
pucheros cuando le molestaba algo, como el pañal mojado.
Rezaba a María, la madre del Niño,
imaginando cómo ella acunaba a Jesús, cómo lavaba los pañales en
el tanque, cómo cocinaba la papilla para el Niño y las comidas
sustanciosas para su esposo, el buen José. Y se alegraba
interiormente con tales cavilaciones porque las sentía y vivía como
conmoción del corazón. Y lloraba con frecuencia de alegría
espiritual.
Al hacerse monje se decidió por
aquellos que hacen del mundo su celda y viven radicalmente la pobreza
junto con los pobres: los Hermanitos de Foucauld. Creó una pequeña
comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos discípulos.
La vida era muy dura: trabajar con los pobres y meditar. Eran sólo
tres que acabaron marchándose. Esa vida, así de exigente, no era
para ellos.
Vivió en varios países, amenazado
siempre de muerte por los regímenes militares; tenía que esconderse
y huir a otro país. Ahí, tiempo después, le ocurría lo mismo.
Pero él se sentía en la palma de la mano de Dios. Por eso vivía
despreocupado.
Se incomodaba con la Iglesia
institucional, esa de un cristianismo apenas devocional y sin
compromiso con la justicia de los pobres, pero finalmente consiguió
colaborar con una parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con
los sin-tierra, con los sin-techo y con un grupo de mujeres. Acogía
a las prostitutas que venían a llorarle sus penas. Y salían
consoladas.
Valeroso, organizaba manifestaciones
públicas frente a la alcaldía y animaba a las ocupaciones de
terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y los sin-techo conseguían
establecerse, hacía bellas celebraciones ecuménicas con muchos
símbolos, las llamadas “místicas”.
Todos los días, después de la misa
de la tarde, se retiraba durante largo tiempo en la iglesia oscura.
Sólo la lamparilla lanzaba destellos titubeantes de luz,
transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas
erguidas, en extrañas brujas. Y allí se quedaba, impasible, fijos
los ojos en el tabernáculo, hasta que llegaba el sacristán a cerrar
la iglesia.
Un día fui a buscarlo a la iglesia.
Le pregunté de golpe: “Hermanito, (no voy a revelar su nombre
porque lo entristecería), ¿sientes a Dios cuando después del
trabajo te metes a meditar aquí en la iglesia? ¿Te dice algo?”
Con toda tranquilidad, como quien
despierta de un sueño profundo, me miró de medio lado y me dijo:
“No siento nada. Hace mucho tiempo
que no escucho la voz del Amigo (así llamaba a Dios). La sentí un
día. Era fascinante. Llenaba mis días de música. Hoy no escucho
nada. Tal vez el Amigo no volverá a hablarme nunca más”.
Le respondí: “¿entonces por qué
sigues ahí en la oscuridad sagrada de la iglesia?”
“Sigo –contestó– porque quiero
estar disponible. Si el Amigo quisiera venir, salir de su silencio y
hablar, yo estoy aquí para escuchar. ¿Te imaginas si Él me
quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, en cada ocasión,
viene sólo una vez… ¿Qué sería de mí, infiel amigo del Amigo?”
Sí, él continúa siempre “esperando
a Godot”. “Y no se mueve”, como en la obra de Samuel Beckett.
Lo dejé en su plena disponibilidad.
Salí maravillado y meditando. Gracias a estas personas el mundo está
a salvo y Dios continúa manteniendo su misericordia sobre los que le
olvidan o le consideran muerto, según dijo un filósofo que se
volvió loco. Pero existen los que vigilan y esperan, contra toda
esperanza esperan a Godot. Y esta espera hará que cada día todo sea
nuevo y lleno de jovialidad.
Un día el sacristán lo encontró
inclinado sobre el banco de la iglesia. Pensó que dormía, pero notó
que el cuerpo estaba frio y rígido.
Como el Amigo no venía, él fue a
encontrarlo. Ahora ya no necesita esperar la llegada de Godot. Estará
con el Amigo, celebrando una amistad, en el mayor goce imaginable,
por los tiempos sin fin.
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