Frei Betto
La distopía es lo opuesto de la
utopía. La extinción de la esperanza. Pertenezco a la generación
que tenía 20 años en la década de 1960. Teníamos vicio de utopía.
No queríamos cambiar solo las costumbres (revolución sexual, nueva
gramática del arte, etc.). Queríamos cambiar a Brasil y al mundo.
Corrían por nuestras venas valores, ideales, proyectos históricos.
Osábamos enfrentar la represión de la dictadura. Inventábamos el
futuro. Brasil cabía es un único adjetivo: nuevo. El cine era
nuevo; la bossa nova, nueva; el proyecto de desarrollo encabezado por
Celso Furtado era nuevo también.
Ahora vivimos tiempos de distopía.
Inmovilidad, apatía, indiferencia. Como Cohélet, el autor bíblico
del Eclesiastés: "Todas las cosas son fatigosas... ¿Qué es lo
que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo
que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol." (1, 8-9)
La crisis es civilizatoria. El mundo
está dominado por la financiarización de la economía. Un pequeño
grupo de empresas transnacionales tiene más poder que los Estados.
Todo está pensado en función de la acumulación de capital, y la
preservación de la naturaleza se considera un obstáculo al
progreso.
¿Qué tiene que ver todo esto con la
espiritualidad? Ella es la esencia de nuestra subjetividad, el altar
en el que erigimos y adoramos a nuestros dioses. Nadie está
desprovisto de espiritualidad. Hay, sí, quien la nutre de fuentes
altruistas como Buda, Moisés, Jesús o Mahoma, y quien elige el
interés egocéntrico como bien supremo. Nuestras opciones dependen
de nuestra espiritualidad.
La mercantilización de los bienes de
la vida y de las relaciones humanas propicia el surgimiento de
religiones sin teología, iglesias sin liturgia, fieles sin caridad.
Se abraza al trascendentalismo que le atribuye todos los males a la
lucha entre el Bien y el Mal. Es inútil buscar las causas de los
males en la vida social. Hay que resignarse a "la voluntad de
Dios" y orar para que ocurra el milagro...
El neoliberalismo propaga la cultura
del "fin de la historia", de que nada cambiará, y le
achaca al Estado la culpa de todos los problemas debido a los gastos
excesivos, la corrupción y la politiquería. Así, aceptamos cambiar
la libertad por la seguridad, los principios por los intereses, lo
público por lo privado, el bien por los bienes.
A los más pobres, apremiados por la
preservación inmediata de la vida biológica, la ausencia del Estado
(escuela, cultura, etc.) los lleva a buscar ciudadanía en la
pertenencia a la iglesia y derechos sociales en los servicios que
provee el narcotráfico.
¿Dónde está la salida hacia la
esperanza? Para los inmediatistas, en los avatares. Irrumpirá un
"mesías" que hará llover bendiciones. La Biblia es rica
en períodos de desaliento como el que ahora atravesamos. Pero los
Profetas subrayan, como en la descripción de Ezequiel 37, que solo
habrá salida si hasta los muertos recobran la vida y se levantan.
La salida no depende solo de mi
voluntad, mi partido, mi proyecto. Depende de una obra colectiva
basada sobre una nueva manera de pensar y actuar. De una
espiritualidad holística, socioambiental, como propone el papa
Francisco en la encíclica Louvado sejas.
Por eso, Jesús no tuvo prisa en que
el Reino de Dios, tal como quiere su Padre, a quien le rogamos que
"venga a nos", se diera de inmediato. Adoptó la única
actitud que hace de la esperanza una propuesta efectiva: organizó a
un grupo de doce compañeros que se hicieron 72, que se hicieron
500... Sembró las semillas de un nuevo proyecto civilizatorio que se
caracteriza, en las relaciones personales, por el amor y la
compasión, y en las relaciones sociales por compartir los bienes de
la Tierra y los frutos del trabajo humano.
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