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lunes, 14 de agosto de 2017

El derecho a la fantasía

Frei Betto
La fantasía es la materia prima de la realidad. Todo lo que es real, desde la computadora hasta el periódico en el que lee este texto, nació de la fantasía de quien creó el artículo, concibió la computadora y editó la publicación.
El diseño de la silla en la que me siento fue concebido antes en la mente de quien la creó. De ahí la fuerza de la ficción. Ella modela la realidad.
La infancia es la edad por excelencia de la fantasía. La pubertad, la del choque con la realidad. Privar a un niño de sueños es forzarlo precozmente a anticipar su ingreso a la edad adulta. Y ese débito exige compensación. El riego consiste en que se salde con las drogas, la vía química al universo onírico.
Las nuevas tecnologías tienden a inhibir la fantasía de los niños, que prefieren la compañía del celular a la de los amigos.
El celular aísla; la amistad conecta. El celular establece una relación monológica con lo real; la amistad, dialógica. El riesgo es que la tecnología, tan rica en atractivos, le "robe" al niño el derecho a soñar.
Ahora sueñan por él la película, el dibujo animado, los juegos electrónicos, las imágenes. El niño se convierte en mero espectador de la fantasía que le ofrecen las redes sociales, sin que él cree o interactúe.
En mi infancia, escuchaba las historias que me contaban mis padres, desde La cucarachita Martina hasta Blancanieves y los siete enanitos. Yo intervenía en la trama y gozaba de libertad para recrearla. Eso hizo de mí, para toda la vida, un contador de historias reales y ficticias.
Hoy la industria del entretenimiento sueña por los niños. No para divertirlos o activar en ellos el potencial onírico, sino para transformarlos en consumistas precoces. Porque toda la programación tiene su base en la publicidad dedicada al segmento más vulnerable del público consumidor.
Aunque el niño no disponga de dinero, tiene la capacidad de seducir a los adultos, que compran para agradarle o librarse de tanta insistencia. Y carece de edad para discernir o valorar los productos, o para distinguir entre lo necesario y lo superfluo.
Fui niño tras la Segunda Gran Guerra. El cine y las tiras cómicas, por lo general de origen estadounidense, exaltaban las hazañas bélicas, desde el lejano oeste hasta los combates aéreos. En el patio de la casa, jugaba con mis amigos a bandidos y héroes. Nuestros caballos eran palos de escoba.
Un día, el papá de Celsinho le regaló un caballito de madera montado sobre una base con cuatro rueditas. Todos quedamos fascinados ante aquella maravilla adquirida en un comercio de juguetes.
Duró poco. Dos o tres días después regresamos a nuestros palos de escoba. ¿Por qué? La respuesta me parece obvia ahora: el palo de escoba "dialogaba" con nuestra imaginación. Como el trapito que el bebé no suelta ni a la hora de dormir.

El derecho a la fantasía debería constar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

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