Frei Betto
La fantasía es la materia prima
de la realidad. Todo lo que es real, desde la computadora hasta el periódico en
el que lee este texto, nació de la fantasía de quien creó el artículo, concibió
la computadora y editó la publicación.
El diseño de la silla en la que
me siento fue concebido antes en la mente de quien la creó. De ahí la fuerza de
la ficción. Ella modela la realidad.
La infancia es la edad por
excelencia de la fantasía. La pubertad, la del choque con la realidad. Privar a
un niño de sueños es forzarlo precozmente a anticipar su ingreso a la edad
adulta. Y ese débito exige compensación. El riego consiste en que se salde con
las drogas, la vía química al universo onírico.
El celular aísla; la amistad
conecta. El celular establece una relación monológica con lo real; la amistad,
dialógica. El riesgo es que la tecnología, tan rica en atractivos, le
"robe" al niño el derecho a soñar.
Ahora sueñan por él la película,
el dibujo animado, los juegos electrónicos, las imágenes. El niño se convierte
en mero espectador de la fantasía que le ofrecen las redes sociales, sin que él
cree o interactúe.
En mi infancia, escuchaba las
historias que me contaban mis padres, desde La cucarachita Martina hasta
Blancanieves y los siete enanitos. Yo intervenía en la trama y gozaba de
libertad para recrearla. Eso hizo de mí, para toda la vida, un contador de
historias reales y ficticias.
Hoy la industria del
entretenimiento sueña por los niños. No para divertirlos o activar en ellos el
potencial onírico, sino para transformarlos en consumistas precoces. Porque
toda la programación tiene su base en la publicidad dedicada al segmento más
vulnerable del público consumidor.
Aunque el niño no disponga de
dinero, tiene la capacidad de seducir a los adultos, que compran para agradarle
o librarse de tanta insistencia. Y carece de edad para discernir o valorar los
productos, o para distinguir entre lo necesario y lo superfluo.
Fui niño tras la Segunda Gran
Guerra. El cine y las tiras cómicas, por lo general de origen estadounidense,
exaltaban las hazañas bélicas, desde el lejano oeste hasta los combates aéreos.
En el patio de la casa, jugaba con mis amigos a bandidos y héroes. Nuestros
caballos eran palos de escoba.
Un día, el papá de Celsinho le
regaló un caballito de madera montado sobre una base con cuatro rueditas. Todos
quedamos fascinados ante aquella maravilla adquirida en un comercio de
juguetes.
Duró poco. Dos o tres días
después regresamos a nuestros palos de escoba. ¿Por qué? La respuesta me parece
obvia ahora: el palo de escoba "dialogaba" con nuestra imaginación.
Como el trapito que el bebé no suelta ni a la hora de dormir.
El derecho a la fantasía debería
constar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
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