50.
Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales
relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar
brevemente cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar.
Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no siempre
está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables.
Por otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente
sociológica, que podría tener pretensiones de abarcar toda la
realidad con su metodología de una manera supuestamente neutra y
aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea de un
discernimiento evangélico.
Es la mirada del discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y
con la fuerza del Espíritu Santo»
52.
La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver
en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar
los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por
ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la
comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día,
con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El
miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas
personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir
frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen,
la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a
menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha
generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos,
acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en
las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder
muchas veces anónimo.
53.
Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una
economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No
puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en
situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la
bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida
cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte,
donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta
situación, grandes masas de la población se ven excluidas y
marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se
considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se
puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del
«descarte» que además se promueve. Ya no se trata simplemente del
fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo:
con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a
la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en
la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no
son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54.
En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del
«derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido
por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor
equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha
sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua
en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los
mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras
tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo
de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal
egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia.
Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los
clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni
nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena
que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos
la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado,
mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos
parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
55.
Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que
hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera
que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda
crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro
(cf. Ex 32,1-35)
ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las
finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y,
sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que
reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo.
56.
Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de
la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa
minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que
defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación
financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados,
encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía
invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e
implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses
alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a
los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade
una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han
asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce
límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a
acrecentar beneficios cualquier cosa que sea frágil, como el medio
ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta.
57.
Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de
Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se
considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el
dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la
manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la
ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está
fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son
absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso,
por llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia
de cualquier tipo de esclavitud. La ética —una ética no
ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social más
humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los
gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de
la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es
robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos,
sino suyos».
58.
Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio
de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a
quienes exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de
futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto.
¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y
pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar
que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos.
Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la
economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano.
59.
Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se
reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre
los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se
acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin
igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de
guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o
mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá
programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que
puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede
solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los
excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es
injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia
dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema
político y social por más sólido que parezca. Si cada acción
tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una
sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el
mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual
no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin
de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible
y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60.
Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del
consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la
inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad
genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas
no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender
engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no
supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar
soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se
regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios
males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la
solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta
en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más
irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la
corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus
gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la
ideología política de los gobernantes.
61.
Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos
desafíos que puedan presentarse. A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han
alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares
se trata más bien de una difusa indiferencia relativista,
relacionada con el desencanto y la crisis de las ideologías que se
provocó como reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto
no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general.
Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el
portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los
ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los
beneficios y deseos personales.
62.
En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo
provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países,
la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces
culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras
culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas.
Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la
Encíclica Sollicitudo
rei socialis, señalaron
años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de
África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de
comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por
centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida
consideración las prioridades y los problemas propios de estos
países, ni respetan su fisonomía cultural». Igualmente, los
Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se
ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas
formas de conducta, que son resultado de una excesiva exposición a
los medios de comunicación social […] Eso tiene como consecuencia
que los aspectos negativos de las industrias de los medios de
comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores
tradicionales».
63.
La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de
la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos
tendientes al fundamentalismo y otros que parecen proponer una
espiritualidad sin Dios. Esto es, por una parte, el resultado de una
reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista e
individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias
de la población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que
sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca soluciones
inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que se
caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del
individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo
secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de
nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia,
se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima
poco acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a
una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples
o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un
predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una
sacramentalización sin otras formas de evangelización.
64.
El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al
ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda
trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un
progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la
juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos
de Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la
existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, «hay
quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta
a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de
una forma de relativismo moral que está unida, no sin
inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los
individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si
promoviera un prejuicio particular y como si interfiriera con la
libertad individual». Vivimos en una sociedad de la información que
nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo nivel, y
termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de
plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve
necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que
ofrezca un camino de maduración en valores.
65.
A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades,
en muchos países —aun donde el cristianismo es minoría— la
Iglesia católica es una institución creíble ante la opinión
pública, confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y
de la preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones
ha servido de mediadora en favor de la solución de problemas que
afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida, los
derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas
y universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así
sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones
que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a
las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.
66.
La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las
comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la
fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se
trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende
a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los
padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse
de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de
cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad
supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades
circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses,
no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino
de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan
entrar en una unión de vida total».
67.
El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida
que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre
las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción
pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro
Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los
vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en
algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y
enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de
reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de
estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas»
(Ga 6,2).
Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para la
defensa de derechos y para la consecución de nobles objetivos. Así
se manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos que
quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
68.
El substrato cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales—
es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más
necesitados, una reserva moral que guarda valores de autén-tico
humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede
dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería
desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay
auténti-cos valores cristianos donde una gran parte de la población
ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de
múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas
«semi-llas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe
católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la
Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una
cultura marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá
de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera suma de
creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una cultura
popular evan-gelizada contiene valores de fe y de solidaridad que
pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente,
y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69.
Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar
el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de
acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los
países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados
se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la
cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No pode-mos,
sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento.
Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y
maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos
católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben
ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la
violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía,
creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la
brujería, etc. Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto
de partida para sanarlas y liberarlas.
70.
También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de
la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de
ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se
absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una
vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no
responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas
expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación
de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios
económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar
que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la
transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico.
Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres
que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un
cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta
ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia
de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el
consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompaña-miento pastoral a los más pobres, la ausencia de una
acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para
recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso
plural.
71.
La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4),
es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo
que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la
historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad
desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que
descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus
plazas. La pre sencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que
personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus
vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la
fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia
no debe ser fabricada sino descubierta, debe-lada. Dios no se oculta
a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a
tientas, de manera imprecisa y difusa.
72.
En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de
vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo
territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los
habitan-tes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas
veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido
profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo
sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo
como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo,
donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).
Nuevas
culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas
en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de
sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos,
mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida,
frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura
inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que
hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que
expresan son un lugar privilegia do de la nueva evangelización. Esto
requiere imaginar espacios de oración y de comunión con carac
terísticas novedosas, más atractivas y significativas para los
habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la influencia de los
medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas
transfor-maciones culturales que también operan cambios
significativos en sus modos de vida.
Se
impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación
con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores
fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos
relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos
más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la
ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede
observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las
mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se
constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en
ciudades invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho,
pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de violencia.
La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por
otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados
para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos
los «no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes
urbanos». La ciudad produce una suerte de permanente ambivalencia,
porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas
posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno
desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca
sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades
son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes
reclaman libertad, participación, justicia y diversas
reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no
podrán acallarse por la fuerza.
No
podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el
tráfico de drogas y de personas el abuso y la explotación de
menores, el abandono de ancianos y enfermos, varias formas de
corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un
precioso espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se
convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua. Las
casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que
para conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una
base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos,
porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia
(cf. Jn 10,10).
El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el
Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos
advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de
evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo
lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como
fermento testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad,
mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario