Fander Falconí
La
historia lo demuestra. El Renacimiento empieza en Italia en el siglo XV y
continúa hasta el siglo XVI. Las artes, la política, la filosofía y las
ciencias avanzan aceleradamente desde Florencia, cuyo dialecto toscano se
convierte en el italiano moderno. Al mismo tiempo, en Venecia y en Génova,
aparecen las que serían algunas herramientas del futuro capitalismo: los
seguros marítimos, las letras de cambio, las cuentas corrientes y los libros de
contabilidad. Era una explosión incomprensible de conocimientos y de talentos
que cambiaría el mundo. Del oscurantismo nacían miles de luces.
Parecía
que la Edad Media recién despertaba de su letargo. Pero no era así. La
investigadora colombiana Clara Tamayo de Serrano (2007, Universidad de la
Sabana) relata que a fines del siglo IX aparecieron las primeras escuelas
‘anexas’ a los monasterios que enseñaban a leer y escribir a la gente común,
además de dar acceso al público a las representaciones teatrales religiosas.
La
primera universidad europea fue italiana (Bolonia, 1088). Cuando se da el
Renacimiento, Europa ya no es el continente destruido de mil años atrás. Hay
gente preparada en artes y ciencias, en comercio y en navegación. Tras siglos
de aferrarse al latín como única lengua escrita, ahora se conoce el griego
antiguo y las lenguas locales empiezan a escribirse.
Los que
creen que el Renacimiento fue una coincidencia de talentos o una intervención
extraterrestre se equivocan. Esta explosión del saber y de la cultura fue el
producto de varios siglos de intervenciones en la educación, hechas casi
siempre por el ala progresista de la Iglesia de Roma, institución que en ese
entonces era la más rica y con más poder (claro que tenía también un ala
ultraconservadora que fue la que diseñó la Inquisición). El siglo XV amanece
sediento de cultura y crece enfocado en las aulas. Por ejemplo, Miguel Ángel no
asomó de improviso a esculpir su gigantesca estatua de David. De niño aprendió
de los picapedreros en Carrara, de adolescente acudió a la Academia de Artes de
los Médici, mecenas florentinos.
Algunos
países, afectados por las frecuentes crisis económicas, cometen el error de
ajustarse los cinturones quitando presupuesto al único sector que puede
sacarlos de las crisis: el sector educativo. A lo largo de la historia, las potencias
han caído y han vuelto a levantarse en el mismo lugar en el que han caído. No
es que los recursos materiales hayan vuelto a reproducirse, ha sido el elemento
humano educado el que ha reconstruido esos países, como se observó en el siglo
XX. Estados Unidos no habría salido de la depresión de la década de los 30, si
es que no hubiera tenido una población preparada en las escuelas públicas (las
mismas que hoy está destruyendo el Gobierno, como informa US News 18-04-2017).
La extinta Unión Soviética no habría lanzado el primer satélite artificial del
planeta en 1957, si en 1917 no hubiera cambiado el sistema educativo
aristocrático de la Rusia zarista, por un sistema popular de inclusión con
altos presupuestos estatales.
En nuestro siglo XXI, con más razón, solo invirtiendo en la
educación pública podremos enfrentar los retos del futuro inmediato.
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