En la
Universidad de Al-Azhar
Un discurso aplaudido diversas veces
por el principal auditorio del mundo islámico
En Al Azhar
“Al Salamò Alaikum! (La paz
sea con vosotros).
Es para mí un gran regalo estar
aquí, en este lugar, y comenzar mi visita a Egipto encontrándome
con vosotros en el ámbito de esta Conferencia Internacional para la
Paz.
Agradezco al Gran Imán por haberla
proyectado y organizado, y por su amabilidad al invitarme. Quisiera
compartir algunas reflexiones, tomándolas de la gloriosa historia de
esta tierra, que a lo largo de los siglos se ha manifestado al mundo
como tierra de civilización y tierra de alianzas.
Y no habrá una adecuada educación
para los jóvenes de hoy si la formación que se les ofrece no es
conforme a la naturaleza del hombre, que es un ser abierto y
relacional.
La educación se convierte de hecho
en sabiduría de vida cuando consigue que el hombre, en contacto con
Aquel que lo trasciende y con cuanto lo rodea saque lo mejor de sí
mismo adquiriendo una identidad no replegada sobre sí misma. La
sabiduría busca al otro, superando la tentación de endurecerse y
encerrarse; abierta y en movimiento, humilde y escudriñadora al
mismo tiempo, sabe valorizar el pasado y hacerlo dialogar con el
presente, sin renunciar a una adecuada hermenéutica.
Esta sabiduría favorece un futuro en
el que no se busca la prevalencia de la propia parte, sino que se
mira al otro como parte integral de sí mismo; no deja, en el
presente, de identificar oportunidades de encuentro y de intercambio;
del pasado, aprende que del mal sólo viene el mal y de la violencia
sólo la violencia, en una espiral que termina aislando. Esta
sabiduría, rechazando toda ansia de injusticia, se centra en la
dignidad del hombre, valioso a los ojos de Dios, y en una ética que
sea digna del hombre, rechazando el miedo al otro y el temor de
conocer a través de los medios con los que el Creador lo ha dotado.
Precisamente en el campo del diálogo,
especialmente interreligioso, estamos llamados a caminar juntos con
la convicción de que el futuro de todos depende también del
encuentro entre religiones y culturas. En este sentido, el trabajo
del Comité mixto para el Diálogo entre el Pontificio Consejo para
el Diálogo Interreligioso y el Comité de Al-Azhar para el Diálogo
representa un ejemplo concreto y alentador. El diálogo puede ser
favorecido si se conjugan bien tres indicaciones fundamentales: el
deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad
de las intenciones.
El deber de la identidad porque no se
puede entablar un diálogo real sobre la base de la ambigüedad o de
sacrificar el bien para complacer al otro. La valentía de la
alteridad, porque al que es diferente, cultural o religiosamente, no
se le ve ni se le trata como a un enemigo, sino que se le acoge como
a un compañero de ruta, con la genuina convicción de que el bien de
cada uno se encuentra en el bien de todos. La sinceridad de las
intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica de
lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones,
sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente
para transformar la competición en cooperación.
Educar, para abrirse con respeto y
dialogar sinceramente con el otro, reconociendo sus derechos y
libertades fundamentales, especialmente la religiosa es la mejor
manera de construir juntos el futuro de ser constructores de
civilización. Porque la única alternativa a la barbarie del
conflicto es la cultura del encuentro. Y con el fin de contrarrestar
realmente la barbarie de quien instiga al odio e incita a la
violencia, es necesario acompañar y ayudar a madurar a las nuevas
generaciones para que, ante la lógica incendiaria del mal, respondan
con el paciente crecimiento del bien: jóvenes que, como árboles
plantados, estén enraizados en el terreno de la historia y,
creciendo hacia lo Alto y junto a los demás, transformen cada día
el aire contaminado de odio en oxígeno de fraternidad.
En este desafío de civilización tan
urgente y emocionante, cristianos y musulmanes, y todos los
creyentes, estamos llamados a ofrecer nuestra aportación: «Vivimos
bajo el sol de un único Dios misericordioso. Así, en el verdadero
sentido podemos llamarnos, los unos a los otros, hermanos y hermanas
[…], porque sin Dios la vida del hombre sería como el cielo sin el
sol».
Salga pues el sol de una renovada
hermandad en el nombre de Dios; y de esta tierra, acariciada por el
sol, despunte el alba de una civilización de la paz y del encuentro.
Que san Francisco de Asís, que hace ocho siglos vino a Egipto y se
encontró con el Sultán Malik al Kamil, interceda por esta
intención.
Tierra de alianzas. Egipto no sólo
ha visto amanecer el sol de la sabiduría, sino que su tierra ha sido
también iluminada por la luz multicolor de las religiones. Aquí, a
lo largo de los siglos, las diferencias de religión han constituido
«una forma de enriquecimiento mutuo del servicio a la única
comunidad nacional».
Creencias religiosas diferentes se
han encontrado y culturas diversas se han mezclado sin confundirse,
reconociendo la importancia de aliarse para el bien común. Alianzas
de este tipo son cada vez más urgentes en la actualidad. Para hablar
de ello, me gustaría utilizar como símbolo el «Monte de la
Alianza» que se yergue en esta tierra.
El Sinaí nos recuerda, en primer
lugar, que una verdadera alianza en la tierra no puede prescindir del
Cielo, que la humanidad no puede pretender encontrar la paz
excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco puede tratar de subir
la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex 19,12).
Se trata de un mensaje muy actual,
frente a esa peligrosa paradoja que persiste en nuestros días, según
la cual por un lado se tiende a reducir la religión a la esfera
privada, sin reconocerla como una dimensión constitutiva del ser
humano y de la sociedad y, por el otro, se confunden la esfera
religiosa y la política sin distinguirlas adecuadamente.
Existe el riesgo de que la religión
acabe siendo absorbida por la gestión de los asuntos temporales y se
deje seducir por el atractivo de los poderes mundanos que en realidad
sólo quieren instrumentalizarla. En un mundo en el que se han
globalizado muchos instrumentos técnicos útiles, pero también la
indiferencia y la negligencia, y que corre a una velocidad frenética,
difícil de sostener, se percibe la nostalgia de las grandes
cuestiones sobre el sentido de la vida, que las religiones saben
promover y que suscitan la evocación de los propios orígenes: la
vocación del hombre, que no ha sido creado para consumirse en la
precariedad de los asuntos terrenales sino para encaminarse hacia el
Absoluto al que tiende.
Por estas razones, sobre todo hoy, la
religión no es un problema sino parte de la solución: contra la
tentación de acomodarse en una vida sin relieve, donde todo comienza
y termina en esta tierra, nos recuerda que es necesario elevar el
ánimo hacia lo Alto para aprender a construir la ciudad de los
hombres.
En este sentido, volviendo con la
mente al Monte Sinaí, quisiera referirme a los mandamientos que se
promulgaron allí antes de ser escritos en la piedra. En el corazón
de las «diez palabras» resuena, dirigido a los hombres y a los
pueblos de todos los tiempos, el mandato «no matarás» (Ex 20,13).
Dios, que ama la vida, no deja de
amar al hombre y por ello lo insta a contrastar el camino de la
violencia como requisito previo fundamental de toda alianza en la
tierra. Siempre, pero sobre todo ahora, todas las religiones están
llamadas a poner en práctica este imperativo, ya que mientras
sentimos la urgente necesidad de lo Absoluto, es indispensable
excluir cualquier absolutización que justifique cualquier forma de
violencia. La violencia, de hecho, es la negación de toda auténtica
religiosidad.
Como líderes religiosos estamos
llamados a desenmascarar la violencia que se disfraza de supuesta
sacralidad, apoyándose en la absolutización de los egoísmos antes
que en una verdadera apertura al Absoluto. Estamos obligados a
denunciar las violaciones que atentan contra la dignidad humana y
contra los derechos humanos, a poner al descubierto los intentos de
justificar todas las formas de odio en nombre de las religiones y a
condenarlos como una falsificación idolátrica de Dios: su nombre es
santo, él es el Dios de la paz, Dios salam.
Por tanto, sólo la paz es santa y
ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque
profanaría su nombre. Juntos, desde esta tierra de encuentro entre
el cielo y la tierra, de alianzas entre los pueblos y entre los
creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda forma de
violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de la religión
o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la incompatibilidad entre la fe
y la violencia, entre creer y odiar.
Juntos declaramos el carácter
sagrado de toda vida humana frente a cualquier forma de violencia
física, social, educativa o psicológica. La fe que no nace de un
corazón sincero y de un amor auténtico a Dios misericordioso es una
forma de pertenencia convencional o social que no libera al hombre,
sino que lo aplasta. Digamos juntos: Cuanto más se crece en la fe en
Dios, más se crece en el amor al prójimo.
Sin embargo, la religión no sólo
está llamada a desenmascarar el mal sino que lleva en sí misma la
vocación a promover la paz, probablemente hoy más que nunca.
Sin caer en sincretismos
conciliadores, nuestra tarea es la de rezar los unos por los
otros, pidiendo a Dios el don de la paz, encontrarnos, dialogar y
promover la armonía con un espíritu de cooperación y amistad. Como
cristianos «no podemos invocar a Dios, Padre de todos los hombres,
si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres,
creados a imagen de Dios».
Más aún, reconocemos que inmersos
en una lucha constante contra el mal, que amenaza al mundo para que
«no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad», «a los que
creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los
hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la
fraternidad universal no son cosas inútiles».
Por el contrario, son esenciales: En
realidad, no sirve de mucho levantar la voz y correr a rearmarse para
protegerse: hoy se necesitan constructores de paz, no provocadores de
conflictos; bomberos y no incendiarios; predicadores de
reconciliación y no vendedores de destrucción.
Asistimos perplejos al hecho de que
mientras por un lado nos alejamos de la realidad de los pueblos en
nombre de objetivos que no tienen en cuenta a nadie, por el otro,
como reacción, surgen populismos demagógicos que ciertamente no
ayudan a consolidar la paz y la estabilidad.
Ninguna incitación a la violencia
garantizará la paz, y cualquier acción unilateral que no ponga en
marcha procesos constructivos y compartidos, en realidad, sólo
beneficia a los partidarios del radicalismo y de la violencia.
Para prevenir los conflictos y
construir la paz es esencial trabajar para eliminar las situaciones
de pobreza y de explotación, donde los extremismos arraigan
fácilmente, así como evitar que el flujo de dinero y armas llegue a
los que fomentan la violencia. Para ir más a la raíz, es necesario
detener la proliferación de armas que, si se siguen produciendo y
comercializando, tarde o temprano llegarán a utilizarse.
Sólo sacando a la luz las turbias
maniobras que alimentan el cáncer de la guerra se pueden prevenir
sus causas reales. A este compromiso urgente y grave están obligados
los responsables de las naciones, de las instituciones y de la
información, así como también nosotros responsables de cultura,
llamados por Dios, por la historia y por el futuro a poner en marcha
–cada uno en su propio campo– procesos de paz, sin sustraerse a
la tarea de establecer bases para una alianza entre pueblos y
estados. Espero que, con la ayuda de Dios, esta tierra noble y
querida de Egipto pueda responder aún a su vocación de civilización
y de alianza, contribuyendo a promover procesos de paz para este
amado pueblo y para toda la región de Oriente Medio.
Al Salamò Alaikum! (La paz
esté con vosotros).
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