Para celebrar la Pascua, la Iglesia
siempre ha seguido la fecha evangélica del día 14 de nisán, el
primer mes del calendario hebreo, que tiene como base el ciclo lunar.
Así, la Pascua se celebra el primer domingo después de la primera
luna llena de primavera; de ahí que la fecha sea movible, a veces
con una diferencia en tiempo de hasta un mes de un año a otro año.
La gran alegría de la Pascua viene
en razón de que Jesús nos liberó del pecado y del poder de la
muerte. Restauró la fractura de nuestra relación con Dios y nos
volvió a unir a Él para vivir con Él, pues con su muerte en la
cruz redimió a la humanidad corrompida y con su resurrección nos
sacó de la esclavitud para conducirnos a la libertad con la dignidad
renovada de ser hijos de Dios.
Uno de los Padres de la Iglesia, san
Juan Crisóstomo, expresa esta verdad de manera sencilla con un claro
ejemplo: “Celebremos esta grandísima y gloriosa fiesta de la
Resurrección del Señor, celebrémosla con alegría y devoción,
resucitó el Señor y despertó a toda la tierra. Adán pecó y
murió; no pecó Cristo y murió. Esto es un hecho nuevo y
sorprendente; aquel pecó y murió, y éste no pecó y murió: ¿Qué
significa esto? Aquel que no pecó murió, pero lo hizo para liberar
de las cadenas de la muerte al otro que estaba muerto, porque había
pecado. Esto sucede también en el ámbito del dinero. Con
frecuencia, alguien no puede pagar una deuda, y es llevado a la
cárcel; entonces otra persona, que no es deudora, pero tiene el
dinero para pagar la deuda, lo libera. Este es el caso de Adán. Adán
era deudor, estaba en la cárcel del diablo pero no tenía dinero
para pagar. Cristo no era deudor y no estaba encadenado, pero podía
pagar; vino y dio su vida por aquel que el diablo tenía preso, para
liberarlo”.
En verdad Cristo resucitó, y su
resurrección fue una acción trinitaria de Dios, todo Dios, en la
que en un momento determinado lo resucitó el Padre, resucitó por sí
mismo y lo resucitó el Espíritu Santo, el mismo y único Dios en
una acción conjunta de sus tres divinas personas a favor de la
humanidad.
Otro de los Padres de la Iglesia, san
León Magno, nos mueve a meditar en aquel Domingo tan dichoso,
también con una sencilla catequesis: “La Resurrección del
Salvador no retuvo mucho tiempo su alma entre los muertos, ni su
cuerpo en la tumba; la vida regresó muy pronto a su carne incorrupta
que pareció más bien haberse dormido y no haber dejado de vivir. En
efecto, la divinidad que no se había retirado de los dos componentes
del hombre así asumido, reúne con su poderío lo que su fuerza
había separado. Se sucedieron muchas pruebas, destinadas a fundar la
autoridad de la fe que debía predicarse en el mundo: la piedra
rodada, la tumba vacía, las sábanas echadas a un lado, los ángeles
que narran lo sucedido. Todo ello puntualiza ampliamente la verdad de
la Resurrección del Señor, sin embargo, se manifestó y se presentó
ante las mujeres y en diversos momentos a los apóstoles; y no sólo
estaba con ellos, sino además convivía entre ellos, comía en su
compañía y permitía que lo examinaran de cerca y lo tocaran
curiosamente aquellos que aun dudaban. En efecto, entraba con las
puertas cerradas en casa de sus discípulos, les daba el Espíritu
Santo que soplaba sobre ellos; iluminando su inteligencia, les
desvelaba los secretos de las Escrituras; y aún más, les enseñaba
la llaga de su costado, los agujeros de los clavos, y todas las
señales de la reciente Pasión; todo ello para dar a conocer que las
características de la naturaleza divina y de la naturaleza humana
estaban en él totalmente separadas y para que aprendiéramos que el
Verbo no es idéntico a la carne, aunque confesamos que el hijo de
Dios es a la vez Verbo y carne”.
Ha pasado la noche, la tristeza quedó
atrás, el sepulcro está vacío, la muerte no tiene poder.
¡Verdaderamente, el Señor ha resucitado!
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