Y su
apuesta por la paz con Eln
Nicolás Sánchez A.
El arzobispo de Cali no se cansa
de lanzar propuestas para tratar de salvar el diálogo con los
elenos que debe reactivarse el próximo martes. Estos son los pasos
del hombre que desde antes de ordenarse como sacerdote propiciaba
entornos de paz.
Monseñor Darío Monsalve hace todos
los esfuerzos para generar confianza entre el Gobierno y el ELN para
que arranque la fase pública de diálogos.
Su última propuesta en este sentido
fue criticada. Monseñor habló de “desodinizar” el proceso con
esta guerrilla, dando a entender que se debe superar cuanto antes la
discusión en torno a la liberación del dirigente político del
Chocó Odín Sánchez, tema que el gobierno ha puesto como
condición para seguir dialogando. El Eln, por su parte, dice que
quiere seguir con la agenda pactada el pasado 30 de marzo que no
incluye el tema del secuestro y la extorsión.
En un solo día, el prelado soltó
otras propuestas más: traer la mesa a Colombia porque en Ecuador
y Venezuela hay en marcha procesos electorales internos que
pueden perjudicar los esfuerzos de paz; crear una comisión de las
dos partes para tratar el tema del secuestro en general; y hacer un
acuerdo humanitario que incluya gestos de lado y lado.
Esa ha sido su tarea en los últimos
meses: tratar de acercar a las partes. Y en ello se ha empeñado a
pesar de las últimas amenazas que le llegaron a finales del mes
pasado a través de panfletos. Rechazó la escolta y dijo que
seguiría adelante con su trabajo. Y así lo ha hecho no solo con el
proceso del Eln sino con su trabajo pastoral en Cali.
En la capital del Valle creó, hace
tres años, un programa llamado Rosario al Sitio, que llega a los
lugares de la ciudad donde han ocurrido asesinatospara pedir,
camándula en mano, la reconciliación y aliviar el dolor de las
víctimas. Y no deja de lado su labor humanitaria ayudando en la
liberación de secuestrados como lo hizo con Gernot Erich Wober,
Eduardo Sierra, Felipe Calle y Jesús Villar, cuatro personas que
estaban en poder del Eln.
Y mientras hace gestiones para
desarmar pandilleros en los barrios deprimidos de Cali –una de sus
obsesiones ha sido luchar contra la delincuencia urbana- Monsalve
también ha estado cerca del proceso con las Farc. Él acompañó a
las familias de los 11 diputados secuestrados y asesinados por
esa guerrilla en los actos de perdón. Y fue muy activo en la campaña
a favor del plebiscito que se adelantó el 2 de octubre para
refrendar el acuerdo. Todavía retumban sus declaraciones en las que
señaló que “todo ciudadano honesto votaría SÍ” y por las que
levantó tantas ampollas, sobre todo en dirigentes del Centro
Democrático.
Tampoco le tembló la voz para ser
crítico con la Iglesia Católica por su falta de claridad a la hora
de apoyar el plebiscito. “Es producto de la influencia de un mundo
que está propenso a la involución y al status quo”, dijo.
Y para demostrar que no se
preocupa por ajustar sus posiciones a lo políticamente correcto,
basta recordar su crítica al bombardeo del Ejército en el que murió
Alfonso Cano, porque “no le preservaron la vida” al jefe
guerrillero.
La vida de Monsalve no siempre estuvo
marcada por la violencia. Él recuerda que su casa era “una especie
de Frente Nacional. Mi mamá, María Ligia, era goda a morir y mi
papá, Antonio José, un liberal que nunca votaba por un godo”. Sin
embargo, iban a votar juntos.
La tranquilidad era rutina. Creció
entre el olor dulzón de los ocho cañamelares que había en la
vereda La Miel, de Valparaíso (Antioquia). Recuerda que para llegar
a la finca familiar, que se llamaba Lagunitas por la cantidad de
sectores lagunosos que había en su interior, desde el pueblo “tenía
que trasegar caminos muy empantanados”.
Su primer acercamiento al estudio lo
hizo de la mano de su padre, que era auxiliar de Radio Sutatenza, la
emisora que bajo la dirección de otro monseñor –José Joaquín
Salcedo-, alfabetizaba campesinos a través de programas radiales.
Para completar su estudio de primaria le tocó salir de la finca
hacia el pueblo en 1959. Llegó a la casa de Pastora Ramírez, una
tía de su papá.
Por esa época para hacerse a unos
pesos que le permitieran comprar golosinas en la escuela se iba a un
solar a recolectar hojas de un árbol que luego vendía a los
carniceros quienes las usaban para empacar la carne a la hora de
venderla. Su hermana Esneda, dos años menor que él, recuerda que
Darío le daba parte de ese dinero para sus onces.
A sus ocho años, el hoy arzobispo ya
dejaba ver su vocación. Aprendió a hablar latín porque era
monaguillo de la Iglesia de Valparaíso. Los fines de semana los
pasaba en la finca y los domingos hacía sentar a sus padres y a
todos sus hermanos para rezar la misa en latín. Un banano, que él
mismo cortaba en rodajas, hacía las veces de hostia.
Cuando cursaba quinto de primaria
llegó a su salón el obispo Augusto Trujillo Arango. Preguntó
quién tenía vocación sacerdotal y él, sin dudarlo un segundo,
levantó la mano. Trujillo le preguntó por qué consideraba que
tenía esa vocación y él respondió: “Porque Dios lo quiere y la
gente me necesita”. Al año siguiente entró al seminario menor de
Jericó, donde estuvo interno durante 7 años. En 1967 se graduó de
bachiller.
En el 68 pasó al seminario de
Medellín y fue allí donde tuvo uno de sus primeros acercamientos
con las luchas sociales. Ese año en la capital antioqueña se
adelantó la Segunda Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano cuyo resultado fue el Documento Final de Medellín.
En este se daban a conocer varias orientaciones para el ejercicio
sacerdotal en América Latina.
El documento denunció situaciones
como la desigualdad y la falta de oportunidades: “En lo económico
se implantaron sistemas que contemplan sólo las posibilidades de
sectores con alto poder adquisitivo”, reza el documento. Darío
recuerda con desilusión que el escrito tenía “ideas muy bonitas
para el continente, pero después las juzgaron como comunistas”.
En ese mismo evento conoció al
obispo de Buenaventura, Gerardo Valencia Cano. “Él era quien más
nos apoyaba con nuestras ideas de transformación social”,
recuerda. Se hicieron tan cercanos que Monsalve consideró ir a
trabajar con él a Buenaventura, pero cuando la decisión estaba
tomada, éste último murió en un accidente aéreo el 21 de enero de
1972.
Pero su contacto con las realidades
sociales no se quedó ahí. Ese año llegó a Bogotá para cursar
Licenciatura en Teología en la Universidad Javeriana. Por esos años
vivió en Soacha, mientras llegaban centenares de personas
desplazadas de todo el país. Él trabajaba en la única parroquia
que tenía el municipio y le tocó acompañar a quienes llegaban a
invadir terrenos para instalar pequeños ranchos sin acceso a
servicios públicos. Apoyó a las comunidades de barrios como Santa
Ana, La Veredita y San Mateo. “Era muy dura la situación”,
rememora.
Cuando terminó sus estudios en
teología fue ordenado como sacerdote en Jericó en 1976. Luego cursó
una especialización en Biblia en la Pontificia Universidad Gregoria
de Roma (Italia). Ese claustro también pertenece a los jesuitas, a
quienes monseñor dice tenerles mucho cariño. Cuenta que alguna vez
le propusieron hacerse jesuita, pero él respondió con una broma:
“Yo soy vaquita criolla y ustedes ganado fino”. Cuando volvió al
país llegó a Jericó, en donde fue rector del seminario menor entre
1988 y 1993.
Confrontando la violencia
El año 1993 marcó para siempre el
curso de su vida, la violencia lo empezó a mirar a los ojos. Llegó
a trabajar en la parroquia Nuestra Señora de las Victorias del
barrio Andalucía-La Francia, en la comuna nororiental de Medellín.
Allí hacían presencia pandillas, milicias urbanas de las guerrillas
y reductos del M-19. Los pandilleros del sector lo declararon persona
no grata y él, indignado, decidió cerrar la iglesia.
Unos días después los milicianos
fueron en compañía de varias mujeres del sector y él decidió
reabrir el centro religioso. “Ahí aprendí que la violencia no se
resuelve con hechos de falsa valentía, sino que hay que pensar
cuáles son los fenómenos que arrastran a los adolescentes a eso.
Desde ese momento me comprometí a sacar a esos muchachos de la
violencia”, enfatiza.
Con ese propósito, en medio de
asesinatos, hurtos y diferentes expresiones de violencia, la
arquidiócesis de Medellín creó el programa Pare (su lema era “Pare
no dispare”). En el marco de esa iniciativa se hacían pactos de no
agresión entre los armados y se abrían espacios de conciliación
entre los bandos enfrentados. De Medellín, con un legado de paz,
salió en el 2001.
Monseñor recuerda que logró
desescalar el conflicto que había entre las milicias 6 y 7 de
noviembre compuestas por reductos del M-19 que no se acogieron a la
desmovilización, ubicadas en el barrio La Sierra, y milicianos del
Eln que estaban en el Barrio Juan Pablo Segundo. Casi todos los días
se enfrentaban de barrio a barrio, en medio de lo cual resultaban
muertos y heridos tanto civiles como combatientes de ambos barrios.
Sobre esta interlocución con los armados él dice que “siempre han
respetado mi trabajo social porque ha sido independiente, autónomo e
imparcial”.
Aunque parecía que no podría estar
en una región más violenta que en la Medellín de los 90, le llegó
el turno de conocer la violencia en la Colombia rural. En el 2001
llegó al Cañón del Chicamocha medio, una región que recoge
municipios de Boyacá y Santander. “Mi Dios como que me destinó a
tener una niñez y una juventud pacíficas para luego tener que
torear la violencia”, reflexiona al recordar esos años.
Sobre lo que vivía en esa región
casi no hablaba con su familia para no preocupar a su mamá. En la
zona estaban el Bloque Central Bolívar (BCB) de los paramilitares,
el Frente 45 de las Farc, la delincuencia común y años después
entró la Fuerza Pública. El padre se dedicaba a denunciar las
afectaciones a la población civil perpetradas por esos grupos.
El BCB le quiso hacer varios juicios
de guerra. Sin embargo, por medio del diálogo, el religioso logró
adelantársele a la tragedia. Se reunía en parajes apartados con
emisarios del comandante “Pedro” para explicarles que su trabajo
era de índole humanitaria. “Solo Dios sabe lo que viven los
obispos en esas zonas violentas”, dice.
La realidad era tan dura que el padre
vio como miles de familias de la zona empezaron a salir hacia
Venezuela buscando tranquilidad. “Esas zonas se desploblaron
miedosamente”, afirma. A pesar de esas condiciones de terror,
Monsalve estaba empecinado en poner la Iglesia al servicio de la
comunidad. Dolly y Esneda, dos de sus hermanas, iban a visitarlo. “La
gente de allá vive muy agradecida con él”, coinciden.
Una de las obras que Monsalve logró
consolidar fue el seminario en San José de Miranda (Santander). Lo
inauguraron el 20 de septiembre de 2008. Mientras estuvo allá
siempre le dijo a su familia que él consideraba que había llegado a
esa zona por la voluntad de Dios y que esta no podía ser
confrontada.
Monsalve creía que estaba destinado
a trabajar durante el resto de su vida en el campo. Su familia tenía
la esperanza de que volviera a Medellín. Pero la Iglesia tenía
otros planes. El papa Benedicto XVI, lo nombró arzobispo de Cali en
2010. Desde ese año está trabajando en esa ciudad.
Sueña con crear una fundación, en
compañía de sus 18 sobrinos, en su natal vereda en Valparaíso,
para ayudar a los campesinos de la región. También piensa irse a
vivir al campo cuando su cuerpo no aguante más el trajín. Su gran
apuesta, sin embargo, la resume así: “Hay que ayudarle al país a
que aprecie la capacidad que tienen los guerrilleros de cambiar y
ayudar a que la sociedad civil se transforme para no quedarse
repitiendo los mismos odios y rumiando los mismos rencores”.
El trabajo de Monseñor en Cali
Desde que Monseñor Darío Monsalve
llegó a Cali dio de qué hablar. Renunció a los lujos del Palacio
Arzobispal, en pleno centro de la ciudad y se fue a vivir a una
vivienda , en un barrio de estrato 3.
Su llegada tuvo un gran impacto,
porque rompió la rutina de la sociedad caleña. Luego de la muerte
de monseñor Isaías Duarte Cancino -a manos del Eln- la institución
había entrado en un silencio abrumador, así que Monsalve hizo
sentir la presencia de la Iglesia y le dio el protagonismo que había
perdido.
Pero también significó la
resistencia del empresariado y la clase dirigente más conservadora
por sus fuertes críticas a la falta de sentido social de las élites
que, según él, solo persiguen el ánimo de lucro. Sus referencias
al cura Camilo Torres tampoco son bien recibidas en este tipo se
sectores. Se sabe que incluso han pedido su salida del arzobispado.
Como le dijo a este diario una
persona que conoce de cerca su trabajo en la capital del Valle de
Cauca, “Es un hombre de amores y de odios. Pero hay que decir que
mucho más de amores que de odios””.
Su experiencia pastoral en Medellín
lo ha llevó a obsesionarse con su lucha por desactivar la violencia
urbana. En Cali, por ejemplo, creó la Vicaría de la Reconciliación
y ha seguido su trabajo con pandillas.
También hay sectores que critican su
excesivo protagonismo en el escenario nacional, pero Monseñor
insiste en su tarea. “El gran desafío que tenemos ahora es meterle
el hombro a la paz urbana. Eso es lo más importante para Colombia”.
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