En la audiencia
del miércoles 19 de abril de 2017
El cristianismo es gracia, y la
gracia se encuentra en la maravilla del encuentro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Nos encontramos hoy, en la luz de la
Pascua, que hemos celebrado y continuamos celebrándola en la
Liturgia. Por esto, en nuestro itinerario de catequesis sobre la
esperanza cristiana, hoy deseo hablarles de Cristo Resucitado,
nuestra esperanza, así como lo presenta San Pablo en la Primera
Carta a los Corintios (Cfr. cap. 15).
Hablando a los cristianos, Pablo
parte de un dato indudable, que no es el resultado de una reflexión
de algún hombre sabio, sino un hecho, un simple hecho que ha
intervenido en la vida de algunas personas. El cristianismo nace de
aquí. No es una ideología, no es un sistema filosófico, sino es un
camino de fe que parte de un advenimiento, testimoniado por los
primeros discípulos de Jesús.
Pablo lo resume de este modo: Jesús
murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día
y se apareció a Pedro y a los Doce (1 Cor 15,3-5). Este es el hecho.
Ha muerto, fue sepultado, ha resucitado, se ha aparecido. Es decir:
Jesús está vivo. Este es el núcleo del mensaje cristiano.
Anunciando este hecho, que es el
núcleo central de la fe, Pablo insiste sobre todo en el último
elemento del misterio pascual, es decir, que Jesús ha resucitado. Si
de hecho, todo hubiese terminado con la muerte, en Él tendríamos un
ejemplo de entrega suprema, pero esto no podría generar nuestra fe.
Ha sido un héroe, ¡No!, ha muerto, pero ha resucitado.
Porque la fe nace de la resurrección.
Aceptar que Cristo ha muerto, y ha muerto crucificado, no es un acto
de fe, es un hecho histórico. En cambio, creer que ha resucitado sí.
Nuestra fe nace en la mañana de Pascua.
Pablo hace una lista de las personas
a las cuales Jesús resucitado se les aparece (Cfr. vv. 5-7). Tenemos
aquí una pequeña síntesis de todas las narraciones pascuales y de
todas las personas que han entrado en contacto con el Resucitado. Al
inicio de la lista están Cefas, es decir, Pedro, y el grupo de los
Doce, luego “quinientos hermanos” muchos de los cuales podían
dar todavía sus testimonios, luego es citado Santiago. El último de
la lista –como el menos digno de todos– es él mismo, Pablo dice
de sí mismo: “como un aborto” (Cfr. v. 8).
Pablo usa esta expresión porque su
historia personal es dramática: pero él no era un monaguillo, ¿no?
Él era un perseguidor de la Iglesia, orgulloso de sus propias
convicciones; se sentía un hombre realizado, con una idea muy clara
de cómo es la vida con sus deberes. Pero, en este cuadro perfecto
–todo era perfecto en Pablo, sabía todo– en este cuadro perfecto
de vida, un día sucedió lo que era absolutamente imprevisible: el
encuentro con Jesús Resucitado, en el camino a Damasco.
Allí no había sólo un hombre que
cayó en la tierra: había una persona atrapada por un advenimiento
que le habría cambiado el sentido de la vida. Y el perseguidor se
convierte en apóstol, ¿Por qué? ¡Porque yo he visto a Jesús
vivo! ¡Yo he visto a Jesús resucitado! Este es el fundamento de la
fe de Pablo, como de la fe de los demás apóstoles, como de la fe de
la Iglesia, como de nuestra fe.
¡Qué bello es pensar que el
cristianismo, esencialmente, es esto! No es tanto nuestra búsqueda
en relación a Dios –una búsqueda, en verdad, casi incierta–
sino mejor dicho la búsqueda de Dios en relación con nosotros.
Jesús nos ha tomado, nos ha atrapado, nos ha conquistado para no
dejarnos más.
El cristianismo es gracia, es
sorpresa, y por este motivo presupone un corazón capaz de
maravillarse. Un corazón cerrado, un corazón racionalista es
incapaz de la maravilla, y no puede entender que cosa es el
cristianismo. Porque el cristianismo es gracia, y la gracia solamente
se percibe, más: se encuentra en la maravilla del encuentro.
Y entonces, también si somos
pecadores –pero todos lo somos– si nuestros propósitos de bien
se han quedado en el papel, o quizás sí, mirando nuestra vida, nos
damos cuenta de haber sumado tantos fracasos.
En la mañana de Pascua podemos hacer
como aquellas personas de las cuales nos habla el Evangelio: ir al
sepulcro de Cristo, ver la gran piedra removida y pensar que Dios
está realizando para mí, para todos nosotros, un futuro inesperado.
Ir a nuestro sepulcro: todos tenemos un poco dentro. Ir ahí, y ver
como Dios es capaz de resucitar de ahí. Aquí hay felicidad, aquí
hay alegría, vida, donde todos pensaban que había sólo tristeza,
derrota y tinieblas. Dios hace crecer sus flores más bellas en medio
a las piedras más áridas.
Ser cristianos significa no partir de
la muerte, sino del amor de Dios por nosotros, que ha derrotado a
nuestra acérrima enemiga. Dios es más grande de la nada, y basta
sólo una luz encendida para vencer la más oscura de las noches.
Pablo grita, evocando a los profetas:
«¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?»
(v. 55). En estos días de Pascua, llevemos este grito en el corazón.
Y si nos dirán del porqué de nuestra sonrisa donada y de nuestro
paciente compartir, entonces podremos responder que Jesús está
todavía aquí, que continúa estando vivo entre nosotros, que Jesús
está aquí, en la Plaza, con nosotros: vivo y resucitado.
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