Juan
Peris-Mencheta Barrio
El pasado 21 de diciembre de 2016
salía a la luz pública que el emporio brasileño Odebrecht, la
mayor constructora de América Latina con más de 168 000 empleados e
ingresos de más de 40 000 millones de dólares y cuyo presidente ya
fuera juzgado y encarcelado en 2015 en el marco del escándalo
Petrobras, había recurrido de manera masiva al pago de sobornos a
políticos, partidos y funcionarios por un monto estimado por el
Departamento de Justicia de Estados Unidos en 788 millones de dólares
para conseguir la concesión de licitaciones públicas en varios
países latinoamericanos (Brasil, Panamá, República Dominicana,
México, Guatemala, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Argentina y
Guatemala) y africanos.
Los impactos políticos y económicos del
caso están aún por calibrarse, a medida que las informaciones van
filtrándose, pero conviene detenerse en aquello que el caso
Odebrecht no debería ocultarnos en su espectacular estallido
mediático.
Una Púnica a escala latinoamericana
Para dimensionar adecuadamente la
magnitud del delito y a la vez curarnos preventivamente de cualquier
prejuicio chovinista, la suma comprometida a lo largo y ancho del
caso Odebrecht se corresponde con la suma total de lo defraudado en
España por las tramas Púnica, ERE de Andalucía, Gürtel y el caso
Saqueo, por sólo escoger algunos de los más de 120 casos de
corrupción censados en nuestro país.
Más allá de su magnitud, el
entramado Odebrecht revela tanto la intensidad como el modus
operandi (relativamente simple y homogéneo) mediante el cual se
ha generalizado esta inmensa dinámica de colusión entre los
intereses de las grandes corporaciones transnacionales (especialmente
aquellas dedicadas a la extracción de materias primas y a la
realización de grandes obras públicas) y los defendidos por las
élites político-administrativas de numerosos estados periféricos
del Sistema-Mundo, por recuperar la terminología de Wallerstein.
Al mismo tiempo, muestra que la
impunidad se ha banalizado a tal punto que difícilmente será un
desafío superable en los dos próximos decenios en América Latina y
quizás de manera más acusada en un continente africano, que sigue
siendo la presa más inerme de los grandes entramados crematísticos
en torno a los cuales se despliega el capitalismo internacional:
hasta el momento, sólo en Brasil (con el PT vastamente tocado), en
Colombia y, desde la semana pasada en Perú (con el expresidente
Toledo directamente implicado) hay personas juzgadas o imputadas.
Pero lo que subyace tras el que ha
sido ya definido como el mayor caso de corrupción en la historia
reciente de América Latina no es otra cosa sino la consecuencia del
despliegue del capitalismo en su nueva fase de acumulación,
embarrancada ya en el pillaje compulsivo de lo que hasta ahora
pertenecía al dominio público, al Estado social, o seguía bajo el
control de las comunidades locales, y que está siendo, en tiempos de
la gobernanza neoliberal, llevado a cabo por la alianza entre los
Estados (los centrales como promotores y los periféricos como
cómplices necesarios) y los oligopolios privados.
Más allá de Odebrecht
El neoextractivismo es una estrategia
de desarrollo económico adoptada por la mayoría de los gobiernos de
América del Sur, con especial intensidad a principios del siglo XXI.
Apoyada argumentalmente en la necesidad de alimentar las arcas
públicas en pos de la aplicación de políticas redistributivas, se
basa en la intensificación al interior de la matriz productiva de
aquellas actividades de explotación de la naturaleza para la
obtención de recursos no procesados, dirigidos de forma prioritaria
a la exportación.
Si bien en su modo de operación el
neoextractivismo se basa en el extractivismo convencional, difiere de
éste en el papel protagónico que adquieren los Estados periféricos
en un proceso productivo cuya mayor plusvalía es captada por los
Estados centrales. Esta participación puede adoptar una forma
directa, a través de empresas estatales, o indirecta, a través de
la operación de empresas transnacionales a las que se aplican
tributaciones especiales y regalías, así como otros diversos
mecanismos de regulación, permitiéndose la obtención de un
porcentaje mayor de ingresos para las arcas estatales. Parte de estos
recursos sirven para la puesta en marcha de programas sociales y
otras iniciativas públicas que dotan a los gobiernos de cierto grado
de legitimidad y de hecho, es sobre esta base sobre la que reposa el
argumentario de los gobiernos neoextractivistas al enfrentar las
críticas desde la izquierda, el ecologismo, las comunidades
indígenas, los sectores urbanos de clase media y estudiantiles y los
activistas altermundialistas, que se encuentran cada vez con mayor
intensidad denunciando los estragos de esta estrategia de desarrollo.
Sin embargo,
como se han encargado de demostrar diversos autores latinoamericanos
(Gudynas, Svampa, Acosta, Escobar, Lander, entre otros) los mayores
ingresos que supuestamente podrían percibir las economías de los
países en los que se ceba ahora con especial intensidad el sistema
capitalista global en busca de commodities cada
vez más escasas, no se contabilizan enormes “externalidades”
tales como la pérdida de biodiversidad, el deterioro de ecosistemas
y de los servicios y funciones ambientales que prestan, la
desestructuración y paulatina disolución de culturas ancestrales,
ni los recursos económicos que será necesario destinar para
descontaminar los vectores ambientales (agua, aire, agua y suelo).
Según
Maristella Svampa, las políticas de lo que ella denomina el
neo-extractivismo progresista (en referencia a los gobiernos
latinoamericanos de izquierda que adoptaron este modelo) deben ser
reevaluadas, puesto que “en la medida en que no se ha realizado
un balance objetivo que dé cuenta de los activos y pasivos
que provocarán las nuevas explotaciones extractivas la afirmación
sobre mayores ingresos debe al menos relativizarse”. En realidad,
la “maldición de la abundancia” a la que se refiere
acertadamente Alberto Acosta cuando describe la condena que sufren
los países ricos en materias primas a vivir permanentemente en el
esquema primario-exportador subordinado al metabolismo capitalista
internacional operado desde los Estados centrales en co-gobernanza
con las corporaciones transnacionales y los grandes organismos
internacionales, se ha cumplido con su factura de profundización de
las dinámicas uniformizadoras y ampliadoras de los cercamientos
privatizadores del capitalismo global, incluso en aquellas
circunstancias histórico-políticas más favorables a una posible
ruptura con el orden económico imperante.
¿Pero es que de este balance
catastrófico para las posibilidades de un desarrollo sustentable en
América Latina y en el mundo no han sido conscientes los gobernantes
de la región, en su mayoría progresistas y de izquierdas en el
primer quinquenio? Todo tiende a hacernos pensar que sí lo han sido,
pero que lo que ha operado aquí es la visión pragmática y sobre
todo, lo que Marx llamaría la “subsunción bajo el capital”, y
que Wolin ha descrito posteriormente como la gran simbiosis entre el
capital y el Estado/, convertido en gran empresa extractiva y por la
cual las nuevas élites políticas latinoamericanas, que eran en un
principio en sus discursos y primeras acciones de gobierno
radicalmente refractarias a constituirse en piezas subordinadas al
engranaje global, acaban siendo cooptadas por y para la supervivencia
del capital en una de sus fases críticas (que Harvey achaca más a
la sobreacumulación de capital que a la sobreproducción de
mercancías).
La pregunta
aquí es obligada: ¿de qué nos sirven los Estados como propietarios
(soberanos) de nuestros bienes comunes estratégicos
cuando, cediendo el usufructo de nuestros territorios de manera
prácticamente ilimitada a las grandes transnacionales se convierten
en meros administradores /legitimadores del pillaje? El avance de los
grandes espacios de liberalización comercial y financiera, que
ocurre actualmente bajo la forma de Acuerdos de Libre Comercio y de
Inversiones (TTIP, CETA, TPP, etc), es tan sólo la expresión más
mediatizada de las nuevas apuestas del cosmocapital para dar el golpe
de gracia tanto a la soberanía de Estados (cuyas élites
administrativas han sido vastamente cooptadas) como a los Derechos
Humanos (en especial los económicos y sociales y ambientales) y al
Derecho Internacional en general..
La pista de Odebrecht nos lleva por
tanto hasta el verdadero meollo de la cuestión detrás del inmenso
nubarrón de corrupciones: el expolio programado que se lleva dando
en toda América Latina y en África por parte del entramado
trans-estatal-corporativo, en perjuicio no sólo de las poblaciones
donde se localizan los recursos extraídos sino, de manera agregada y
en la asunción de nuestra cada vez mayor interconexión e
interdependencia, del desarrollo sustentable de todas las sociedades.
Sin lugar a dudas, el espacio
paradigmático de esa operación de expolio a gran escala es la
Amazonía, y su puntal y mayor exponente ya operativo, la Iniciativa
de Integración Regional Sudamericana (IIRSA). Un mega-proyecto
iniciado justo a comienzos del milenio compuesto de centenas de
proyectos viales, hidrocarburíferos, mineros, agro-forestales,
hidrológicos y de ocupación y destrucción progresiva del
ecosistema amazónico y las culturas que lo habitan que se ha
desarrollado contra todas las advertencias científicas y sin
consulta ciudadana alguna. La columna vertebral del IIRSA la
Carretera Interoceánica Brasil-Perú, ha tronchado ya por la mitad
el que es el segundo mayor pulmón del planeta, su segunda reserva de
agua dulce (quizás la primera cuando se pueda calcular el volumen
total de aguas subterráneas que posee) y su principal sumidero de
carbono. Odebrecht, por cierto, empresa constructora de uno de sus
tramos pagó 20 millones de dólares al entonces presidente Alejandro
Toledo para asegurarse la concesión
Preparar nuestras sociedades para
abordar una transición inteligente hacia una era post-capitalista
(la transición forzosa será el colapso sistémico, ecológico y
civilizatorio, que nos espera en caso de seguir sosteniendo el actual
sistema) supone no sólo denunciar y actuar con toda la fuerza del
derecho y de las movilizaciones sociales contra la inmensa tela
corrupción, sino poner en cuestión el entramado de intereses
geopolíticos y puramente crematísticos que la sostiene y la estira
cada día más hacia nuestro colapso como especie.
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