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viernes, 3 de marzo de 2017

Odebrecht, la trama detrás de la trama


Juan Peris-Mencheta Barrio
El pasado 21 de diciembre de 2016 salía a la luz pública que el emporio brasileño Odebrecht, la mayor constructora de América Latina con más de 168 000 empleados e ingresos de más de 40 000 millones de dólares y cuyo presidente ya fuera juzgado y encarcelado en 2015 en el marco del escándalo Petrobras, había recurrido de manera masiva al pago de sobornos a políticos, partidos y funcionarios por un monto estimado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos en 788 millones de dólares para conseguir la concesión de licitaciones públicas en varios países latinoamericanos (Brasil, Panamá, República Dominicana, México, Guatemala, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Argentina y Guatemala) y africanos.
Los impactos políticos y económicos del caso están aún por calibrarse, a medida que las informaciones van filtrándose, pero conviene detenerse en aquello que el caso Odebrecht no debería ocultarnos en su espectacular estallido mediático.
Una Púnica a escala latinoamericana
Para dimensionar adecuadamente la magnitud del delito y a la vez curarnos preventivamente de cualquier prejuicio chovinista, la suma comprometida a lo largo y ancho del caso Odebrecht se corresponde con la suma total de lo defraudado en España por las tramas Púnica, ERE de Andalucía, Gürtel y el caso Saqueo, por sólo escoger algunos de los más de 120 casos de corrupción censados en nuestro país.
Más allá de su magnitud, el entramado Odebrecht revela tanto la intensidad como el modus operandi (relativamente simple y homogéneo) mediante el cual se ha generalizado esta inmensa dinámica de colusión entre los intereses de las grandes corporaciones transnacionales (especialmente aquellas dedicadas a la extracción de materias primas y a la realización de grandes obras públicas) y los defendidos por las élites político-administrativas de numerosos estados periféricos del Sistema-Mundo, por recuperar la terminología de Wallerstein.
Al mismo tiempo, muestra que la impunidad se ha banalizado a tal punto que difícilmente será un desafío superable en los dos próximos decenios en América Latina y quizás de manera más acusada en un continente africano, que sigue siendo la presa más inerme de los grandes entramados crematísticos en torno a los cuales se despliega el capitalismo internacional: hasta el momento, sólo en Brasil (con el PT vastamente tocado), en Colombia y, desde la semana pasada en Perú (con el expresidente Toledo directamente implicado) hay personas juzgadas o imputadas.
Pero lo que subyace tras el que ha sido ya definido como el mayor caso de corrupción en la historia reciente de América Latina no es otra cosa sino la consecuencia del despliegue del capitalismo en su nueva fase de acumulación, embarrancada ya en el pillaje compulsivo de lo que hasta ahora pertenecía al dominio público, al Estado social, o seguía bajo el control de las comunidades locales, y que está siendo, en tiempos de la gobernanza neoliberal, llevado a cabo por la alianza entre los Estados (los centrales como promotores y los periféricos como cómplices necesarios) y los oligopolios privados.
Más allá de Odebrecht
El neoextractivismo es una estrategia de desarrollo económico adoptada por la mayoría de los gobiernos de América del Sur, con especial intensidad a principios del siglo XXI. Apoyada argumentalmente en la necesidad de alimentar las arcas públicas en pos de la aplicación de políticas redistributivas, se basa en la intensificación al interior de la matriz productiva de aquellas actividades de explotación de la naturaleza para la obtención de recursos no procesados, dirigidos de forma prioritaria a la exportación.
Si bien en su modo de operación el neoextractivismo se basa en el extractivismo convencional, difiere de éste en el papel protagónico que adquieren los Estados periféricos en un proceso productivo cuya mayor plusvalía es captada por los Estados centrales. Esta participación puede adoptar una forma directa, a través de empresas estatales, o indirecta, a través de la operación de empresas transnacionales a las que se aplican tributaciones especiales y regalías, así como otros diversos mecanismos de regulación, permitiéndose la obtención de un porcentaje mayor de ingresos para las arcas estatales. Parte de estos recursos sirven para la puesta en marcha de programas sociales y otras iniciativas públicas que dotan a los gobiernos de cierto grado de legitimidad y de hecho, es sobre esta base sobre la que reposa el argumentario de los gobiernos neoextractivistas al enfrentar las críticas desde la izquierda, el ecologismo, las comunidades indígenas, los sectores urbanos de clase media y estudiantiles y los activistas altermundialistas, que se encuentran cada vez con mayor intensidad denunciando los estragos de esta estrategia de desarrollo.
Sin embargo, como se han encargado de demostrar diversos autores latinoamericanos (Gudynas, Svampa, Acosta, Escobar, Lander, entre otros) los mayores ingresos que supuestamente podrían percibir las economías de los países en los que se ceba ahora con especial intensidad el sistema capitalista global en busca de commodities cada vez más escasas, no se contabilizan enormes “externalidades” tales como la pérdida de biodiversidad, el deterioro de ecosistemas y de los servicios y funciones ambientales que prestan, la desestructuración y paulatina disolución de culturas ancestrales, ni los recursos económicos que será necesario destinar para descontaminar los vectores ambientales (agua, aire, agua y suelo).
Según Maristella Svampa, las políticas de lo que ella denomina el neo-extractivismo progresista (en referencia a los gobiernos latinoamericanos de izquierda que adoptaron este modelo) deben ser reevaluadas, puesto que “en la medida en que no se ha realizado un balance objetivo que dé cuenta de los activos y pasivos que provocarán las nuevas explotaciones extractivas la afirmación sobre mayores ingresos debe al menos relativizarse”. En realidad, la “maldición de la abundancia” a la que se refiere acertadamente Alberto Acosta cuando describe la condena que sufren los países ricos en materias primas a vivir permanentemente en el esquema primario-exportador subordinado al metabolismo capitalista internacional operado desde los Estados centrales en co-gobernanza con las corporaciones transnacionales y los grandes organismos internacionales, se ha cumplido con su factura de profundización de las dinámicas uniformizadoras y ampliadoras de los cercamientos privatizadores del capitalismo global, incluso en aquellas circunstancias histórico-políticas más favorables a una posible ruptura con el orden económico imperante.
¿Pero es que de este balance catastrófico para las posibilidades de un desarrollo sustentable en América Latina y en el mundo no han sido conscientes los gobernantes de la región, en su mayoría progresistas y de izquierdas en el primer quinquenio? Todo tiende a hacernos pensar que sí lo han sido, pero que lo que ha operado aquí es la visión pragmática y sobre todo, lo que Marx llamaría la “subsunción bajo el capital”, y que Wolin ha descrito posteriormente como la gran simbiosis entre el capital y el Estado/, convertido en gran empresa extractiva y por la cual las nuevas élites políticas latinoamericanas, que eran en un principio en sus discursos y primeras acciones de gobierno radicalmente refractarias a constituirse en piezas subordinadas al engranaje global, acaban siendo cooptadas por y para la supervivencia del capital en una de sus fases críticas (que Harvey achaca más a la sobreacumulación de capital que a la sobreproducción de mercancías).
La pregunta aquí es obligada: ¿de qué nos sirven los Estados como propietarios (soberanos) de nuestros bienes comunes estratégicos cuando, cediendo el usufructo de nuestros territorios de manera prácticamente ilimitada a las grandes transnacionales se convierten en meros administradores /legitimadores del pillaje? El avance de los grandes espacios de liberalización comercial y financiera, que ocurre actualmente bajo la forma de Acuerdos de Libre Comercio y de Inversiones (TTIP, CETA, TPP, etc), es tan sólo la expresión más mediatizada de las nuevas apuestas del cosmocapital para dar el golpe de gracia tanto a la soberanía de Estados (cuyas élites administrativas han sido vastamente cooptadas) como a los Derechos Humanos (en especial los económicos y sociales y ambientales) y al Derecho Internacional en general..
La pista de Odebrecht nos lleva por tanto hasta el verdadero meollo de la cuestión detrás del inmenso nubarrón de corrupciones: el expolio programado que se lleva dando en toda América Latina y en África por parte del entramado trans-estatal-corporativo, en perjuicio no sólo de las poblaciones donde se localizan los recursos extraídos sino, de manera agregada y en la asunción de nuestra cada vez mayor interconexión e interdependencia, del desarrollo sustentable de todas las sociedades.
Sin lugar a dudas, el espacio paradigmático de esa operación de expolio a gran escala es la Amazonía, y su puntal y mayor exponente ya operativo, la Iniciativa de Integración Regional Sudamericana (IIRSA). Un mega-proyecto iniciado justo a comienzos del milenio compuesto de centenas de proyectos viales, hidrocarburíferos, mineros, agro-forestales, hidrológicos y de ocupación y destrucción progresiva del ecosistema amazónico y las culturas que lo habitan que se ha desarrollado contra todas las advertencias científicas y sin consulta ciudadana alguna. La columna vertebral del IIRSA la Carretera Interoceánica Brasil-Perú, ha tronchado ya por la mitad el que es el segundo mayor pulmón del planeta, su segunda reserva de agua dulce (quizás la primera cuando se pueda calcular el volumen total de aguas subterráneas que posee) y su principal sumidero de carbono. Odebrecht, por cierto, empresa constructora de uno de sus tramos pagó 20 millones de dólares al entonces presidente Alejandro Toledo para asegurarse la concesión

Preparar nuestras sociedades para abordar una transición inteligente hacia una era post-capitalista (la transición forzosa será el colapso sistémico, ecológico y civilizatorio, que nos espera en caso de seguir sosteniendo el actual sistema) supone no sólo denunciar y actuar con toda la fuerza del derecho y de las movilizaciones sociales contra la inmensa tela corrupción, sino poner en cuestión el entramado de intereses geopolíticos y puramente crematísticos que la sostiene y la estira cada día más hacia nuestro colapso como especie.

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