Frei Betto.-
En la experiencia espiritual hay un
momento en el que irrumpe lo inefable. Algo sucede cuya única
analogía es experimentada por quien ya estuvo apasionado. En la
pasión entre personas el otro o la otra se hace más presente en mí
que yo mismo en mí. La nostalgia no es más que esa profunda
presencia del ausente. Mientras que el otro que puebla mi
interioridad está, de hecho, fuera de mí.
"Ya no soy yo quien vive, es
Cristo quien vive en mí", exclamó el apóstol Pablo al
experimentar ese ardor. No hay felicidad comparable a esa Presencia
inexplicable. Fue ella la que hizo que Jesús se transfigurara en lo
alto del monte Tabor.
Teresa de Ávila, cuyo corazón
conoció el encantamiento, se sintió arrebatada por la nostalgia del
futuro y escribió: "Muero porque no muero". Si en este
mundo no hay placer que supere tal plenitud, ¿qué nos aguarda al
otro lado de la vida?
Esa experiencia amorosa exige dejar
que nos envuelva la nube de lo desconocido. Pasión que supera a la
razón y no se confunde con la emoción. Quien no la conoce es capaz
de describirla, como trato yo de hacer aquí. Quien la experimenta
enmudece.
El camino es arduo. Como señala
Gilberto Gil, hay que quedar a solas, apagar la luz, hacer silencio
para encontrar la paz. Despojarse de los zapatos, de la corbata, de
los deseos, de los recelos; tener las manos vacías, el alma y el
cuerpo desnudos. Aceptar el dolor, comer el pan que amasó el diablo,
lamer el suelo de los palacios y de los castillos suntuosos de mis
sueños. Y a pesar de algún mal grande, alegrar mi corazón. Tengo
que subir al cielo sin cuerdas para asegurarme, y caminar decidido
por la carretera, que finalmente va a dar en nada de lo que pensaba
encontrar.
Esa inmersión en lo inefable es el
fundamento de todas las religiones. Por desgracia no acostumbra a ser
el fruto. La zarza ardiente quedó congelada por la
institucionalización de la fe en las estructuras religiosas, que
perdieron la sensibilidad ante la brisa suave captada por Elías.
Alcanzar esa presencia amorosa no es
una conquista, es un don. Para recibirlo es necesario arrancar las
hierbas ponzoñosas, así como se labra la tierra para acoger las
semillas. Eso implica saber decir no. Abrazar el Amor es evitar todas
las demás seducciones.
Así como un fragmento de la bola de
fuego expelido por la explosión solar vino a constituirse en el
planeta en que habitamos, igualmente la chispa de la mística,
sofocada por la burocracia religiosa, poco a poco perdió el calor
primordial. Se solidificó en dogmas, preceptos, ritos y represiones.
Hoy las religiones son como inmensas
cajas de agua de cemento armado, ante las cuales los fieles,
sedientos, tienen fe de que allá dentro hay agua. Pero mientras
tanto sus lenguas permanecen resecas. Es difícil beber de la Fuente
de Agua Viva, la que Jesús ofreció a la samaritana, a la orilla del
pozo de Jacob. Ese amor no cabe en el pecho.
Cercana al lenguaje de los ángeles,
la poesía es nuestro único recurso para intentar traducir lo que se
prefiere hablar con el silencio. Quizás sirva el intento en este
Domingo en el circo: "Soy todo tu presencia / en la radiante
mañana del domingo / embanderada de infancia. / Solemne y festivo
circo a(r)mado / en el terreno baldío de mi corazón. / Las piruetas
del payaso son alegrías malabaristas /en el vértigo de no saber lo
que hago./ Rugen fieras en mi sangre,/ me cortan espadas de fuego./
Motos locas en el globo de la muerte,/ redoble de tambores en las
entrañas,/ Anuncio españolado de espectáculo /hacen de tu llegada
mi suerte./ Domingo redondo abierto picadero / ensoleado por tan
fuerte ardor / me funde, me quema, me alucina: / ojos vendados, sin
red sobre el suelo,/ me tiro del trapecio en tu amor.
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