ROBERO O´FARRILL
Traer la atención amorosa puesta en
Dios es principal motivo de la Cuaresma para encontrarse con el
Señor en su Pasión, su Muerte y su gloriosa Resurrección; pero la
Cuaresma, en seguimiento a la enseñanza de Jesús, mueve a poner
también la atención en un segundo mandamiento: “El primero es:
Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y
amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que
éstos” (Mc 12,29-31).
Una forma en la que es posible
manifestar, de manera sencilla, nuestra atención dirigida a Dios, es
mediante el poderoso signo de nuestra salvación, del que somos
poseedores por la gracia del bautismo, que es la cruz. Así lo
explica la Tradición, en otro de los Padres de la Iglesia: “No nos
avergoncemos de la cruz de Cristo; aunque alguien haga la señal a
escondidas, tú hazla abiertamente ante todos, de tal forma que los
demonios al ver ese símbolo real, huyan temblando. Haz la señal de
la cruz cuando comas y bebas, cuando estés sentado o cuando vayas a
dormir, cuando te levantes, cuando hables, cuando camines: en pocas
palabras, en cualquier circunstancia. En efecto, aquel que estuvo ahí
crucificado se encuentra ahora en las alturas celestiales.
¡Ciertamente tendríamos razón de sonrojarnos, si luego de ser
crucificado y sepultado hubiera permanecido en el sepulcro! Aquel que
fue crucificado en el Gólgota, por lo contrario, ascendió a los
cielos desde el Monte de los Olivos, ubicado al oriente; luego
descendió a los infiernos y de ahí regresó nuevamente a nosotros,
y de nuestro mundo subió al cielo, mientras que el Padre,
aclamándolo, se dirigió a él diciendo: -Siéntate a mi derecha, y
yo pondré a todos tus enemigos debajo de tus pies” (Cirilo de
Jerusalén, catequesis 4,14).
Traer la atención amorosa en Dios y
en el prójimo, especialmente en la Cuaresma, es más provechoso para
la vida del espíritu de lo pudiese parecer; se trata de un tiempo
que inicia con tristeza, llega al dolor y a la muerte, pero
trasciende en alegría desbordante que es dadora de vida. Así lo
expresa la Tradición: “Este tiempo nuestro, de miseria y lágrimas,
se simboliza con los cuarenta días anteriores a la Pascua; el tiempo
que seguirá, de alegría, paz, felicidad, vida eterna, Reino sin
fin… se simboliza con los cincuenta días en que elevamos alabanzas
a Dios. Así se nos presentan dos tiempos: uno antes de la
resurrección del Señor, el otro posterior a la resurrección del
Señor. Uno es el tiempo en que estamos, el otro es el tiempo en que
esperamos estar algún día. Simbolizamos el momento actual de
llanto, representado con los días de Cuaresma, y en él estamos; sin
embargo, el tiempo de alegría, paz y reinado, que simbolizan estos
días de Pentecostés, lo expresamos con el aleluya, pero aún no son
nuestras las alabanzas. Suspiramos el aleluya. ¿Qué significa
aleluya? Alaben al Señor. Pero aún no tenemos las alabanzas; en la
Iglesia se repiten las alabanzas de Dios después de la resurrección,
porque nuestra alabanza será eterna luego de nuestra resurrección”
(San Agustín, discurso 354,4-5).
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