A lo largo de la historia, la
investigación científica ha marginado, manipulado, ignorado e
incluso torturado a las mujeres. El problema persiste
Una mujer con camisa de fuerza, diagnosticada con histeria, en una foto publicada en1889.
JAVIER SALAS
La ciencia ha maltratado a las
mujeres. Jocelyn Bell descubrió los púlsares, pero el Nobel de
Física se lo llevó su director de tesis. A la actual presidenta de
la Unión Astronómica la mandaron a trabajar al despacho de su
marido. Durante décadas, a las que se salían del carril de lo
socialmente aceptado se las torturó inventando
enfermedades como la histeria y remedios que pasaban por
mutilarlas, arrancando órganos de sus entrañas.
Las mentes
(masculinas) más sesudas desarrollaron teorías para explicar la
inferioridad de las mujeres y, de este modo, justificar su
sometimiento. Los ejemplos del pasado son innumerables.
“En las
mujeres están más fuertemente marcadas algunas facultades que son
características de las razas inferiores y de un estado pasado e
inferior de civilización”, escribió Darwin
Pero no es únicamente cosa del
pasado. Hoy, 8 de marzo, hay una sola mujer por cada nueve
hombres en la élite de la ciencia europea. Solo el 25% de
los investigadores mejor pagados de la mayor institución científica
española son mujeres. Ninguna mujer dirige un organismo público
de investigación en España. Los estereotipos siguen señalando
que la ciencia es cosa de hombres. Continuamos discriminando
y humillando a las deportistas por su físico. Le
inculcamos a las niñas que no son tan brillantes como los
niños. El ambiente en los laboratorios sigue siendo machista. Y
John sigue sacando mejor nota que Jennifer aunque su currículum
sea el mismo.
“En definitiva, la pregunta que nos
queda tras este viaje es si nos encontramos ante ejemplos de mala
ciencia o de ciencia al uso. Si mejorar la ciencia consistirá en
eliminar los sesgos de género, si eso es posible, o si nos
tendremos que replantear otras formas de hacer ciencia”. Con
esta contundencia concluye un libro fundamental para entender el
problema de la desigualdad en este campo, escrito por Eulalia Pérez
Sedeño y S. García Dauder, Las ‘mentiras’ científicas
sobre las mujeres, recién publicado por Catarata. Una contundencia
nada exagerada tras el detallado repaso que este trabajo da al
machismo que discrimina en la ciencia, por la ciencia y gracias a la
ciencia.
La medicina
aplica a las mujeres investigaciones realizadas en hombres, incluso
aunque los resultados para ellas en el diagnóstico, la prevención y
el tratamiento no se hayan estudiado de manera adecuada
Para empezar, Pérez y García
muestran en su libro que los científicos siempre han estado ahí
para dar argumentos a quienes querían que las mujeres fueran humanos
de segunda. “Se admite por lo general que en las mujeres están más
fuertemente marcados que en los hombres los poderes de intuición,
percepción rápida y quizás de imitación; pero al menos alguna de
estas facultades son características de las razas inferiores y, por
tanto, de un estado pasado e inferior de civilización”, escribía
en 1871 Charles Darwin, cuyas teorías sirvieron para cimentar la
idea de que las mujeres eran una versión menos evolucionada del
hombre, como probaba el hecho de que su cráneo fuera más pequeño,
por ejemplo. Este corpus ideológico venía de lejos: “Aristóteles
fue el primero en dar una explicación biológica y
sistemática de la mujer, en la que esta aparece como un hombre
imperfecto, justificando así el papel subordinado que social y
moralmente debían desempeñar las mujeres en la polis”, escriben
los autores. Tuvo que llegar un ejército de prestigiosas
primatólogas y antropólogas, defiende el libro, a tumbar el mito
evolutivo de los evolucionados cazadores machos que alimentaban a las
pasivas hembras.
A las mujeres se las puso un escalón
por debajo de los hombres y eso se aplicaba también a la ciencia
médica. La salud de las mujeres, el conocimiento de sus cuerpos y
sus enfermedades, estaba relegado a un segundo plano y circunscrito a
un único tema concreto: “Durante mucho tiempo se supuso que la
«salud de las mujeres» hacía referencia a la salud reproductiva,
lo que incluía la atención al parto, la anticoncepción, el aborto,
el cáncer de útero, el síndrome premenstrual y otras enfermedades
específicamente femeninas”.
“Durante el
siglo XIX y principios del XX, «enfermedades sociales y
psicológicas» como el feminismo y el lesbianismo se asociaban
también a la sexualidad clitoridiana”, denuncia el libro
Los cuerpos de las mujeres han sido
considerados una desviación de la norma masculina, explican Pérez y
García, y los resultados de la investigación médica que se llevan
a cabo entre hombres se aplican más tarde a las mujeres, “incluso
aunque los resultados para las mujeres en el diagnóstico, la
prevención y el tratamiento no se hayan estudiado de manera
adecuada”. Durante años, las mujeres estuvieron sistemáticamente
excluidas de los ensayos clínicos para nuevos medicamentos: hasta
1988, los ensayos de la agencia estatal de EEUU solo incluían a
hombres, por lo que se desconocía si tendrían efectos adversos
desconocidos en ellas (o si se descubrirían remedios que les fueran
más favorables). Hoy en día, todavía hay grandes lagunas en el
conocimiento específico de la salud de las mujeres y siguen siendo
minoría (o inexistentes) en numerosos estudios de biomedicina.
Quizá el paradigma de la ignorancia
sobre el cuerpo de la mujer sea el desconocimiento histórico de la
anatomía del clítoris, órgano olvidado por la medicina, por la
insistencia sesgada en el aspecto reproductivo en la investigación.
Esto llevó a que tuvieran que ser activistas en la década de 1970
las que comenzaran a explorar su cuerpo para aprender más, en
talleres que eran a la vez actos políticos, de investigación y
divulgación. “Durante el siglo XIX y principios del XX,
«enfermedades sociales y psicológicas» como el feminismo y el
lesbianismo se asociaban también a la sexualidad clitoridiana”,
explica el libro, adentrándonos en otro de los capítulos más
importantes del relato: cómo la ciencia convierte la naturaleza de
las mujeres en patologías a curar, en problemas a extirpar, en
trastornos que se deben tratar.
“La
fabricación de enfermedades mentales ha sido un dispositivo muy
eficaz de control y regulación tanto de la feminidad como de la
sexualidad de las mujeres”, resumen en el texto
“La fabricación de enfermedades
mentales ha sido un dispositivo muy eficaz de control y
regulación tanto de la feminidad como de la sexualidad de las
mujeres”, resumen en el texto. Por ejemplo, en el siglo XIX se
vivió una epidemia de histeria, ese supuesto trastorno mental
de las mujeres que se trataba con torturas psicológicas o extirpando
sus ovarios o su útero. En el libro se reseñan varios casos
espeluznantes, como cuando un reconocido doctor explicaba: “Decidí
privarle de los ovarios, esperando así extirparle sus
pervertidos instintos”, porque su paciente sufría ataques tras un
aborto y el médico descubrió que de joven se masturbaba. “No ha
vuelto a sus hábitos degradantes, deseosa y ansiosa de atender su
hogar”, se congratulaba después. Hace poco se descubrió que
Constance Lloyd, mujer de Oscar Wilde, murió tras una
operación para extirpar sus ovarios a manos de un especialista
en “locura pélvica”, cuando en realidad tenía esclerosis.
Todavía hoy la ciencia consiente que
situaciones naturales de la vida de la mujer se conviertan en
dolencias que necesitan medicamentos: la construcción social de la
enfermedad se ha transformado en un artefacto comercial que atiende a
los intereses de la industria. Solo así se explica que llegara
a las farmacias la viagra rosa. “Medicalizar los
problemas de la vida cotidiana de las mujeres o sus procesos
naturales o fisiológicos (como ha ocurrido con la menopausia o
la menstruación); convertir malestares producto de desigualdades de
género en patologías individuales (como ocurrió con la histeria o
la depresión); o medicalizar una faceta de la vida de las mujeres
(su sexualidad, por ejemplo)”, enumeran Pérez y García, antes de
detenerse en estos supuestos problemas actuales como el síndrome
premenstrual, la menopausia o la regla (“las prioridades
de investigación se han centrado más en encontrar medicación
anticonceptiva que en ayudar a la regulación del ciclo y sus
dolores”).
En el siglo
XIX se vivió una epidemia de histeria, ese supuesto trastorno mental
de las mujeres que se trataba con torturas psicológicas o extirpando
sus ovarios
Frente a todos estos graves casos de
discriminación, en los que “lejos de la neutralidad y asepsia
pretendida por el canon científico, los valores se cuelan
irremediablemente”, Pérez Sedeño y García Dauder proponen una
solución bien sencilla: mejorar el acceso de la mujer a los
distintos campos de la investigación. “Cuando la ciencia se hace
desde el punto de vista de grupos tradicionalmente excluidos de la
comunidad científica, se identifican muchos campos de
ignorancia, se desvelan secretos, se visibilizan otras
prioridades, se formulan nuevas preguntas y se critican los
valores hegemónicos (a veces, incluso, se provocan auténticos
cambios de paradigma)”.
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