Leonardo Boff
La aceptación o no de la
dignidad de los animales depende del paradigma (visión del mundo y
valores) que cada cual asume. Hay dos paradigmas que vienen
de la más remota antigüedad y perduran hasta hoy.
El primero entiende al ser
humano como parte de la naturaleza y, junto a ella, un convidado más
a participar en la inmensa comunidad de vida que existe
hace ya 3,8 mil millones de años. Cuando la Tierra estaba
prácticamente terminada con toda su biodiversidad irrumpimos
nosotros en el escenario de la evolución como un miembro
más de la naturaleza. Ciertamente dotados con una singularidad, la
de tener la capacidad de sentir, pensar, amar y cuidar.
Esto no nos da el derecho de juzgarnos dueños de esa realidad
que nos antecedió y que creó las condiciones para
que surgiésemos nosotros. La culminación de la evolución
se dio con el surgimiento de la vida, no con el ser humano. La
vida humana es un subcapítulo del capítulo mayor de la
vida.
Las dos posiciones tienen
representantes en todos los siglos, con comportamientos muy
diferentes entre sí. La primera posición encuentra sus mejores
representantes en Oriente, con el budismo y en las religiones de
la India. Entre nosotros, además de Bentham, Schopenhauer y
Schweitzer, su mayor impulsor fue Francisco de Asís, considerado
por el Papa Francisco en su encíclica “Sobre el cuidado de la
Casa Común” como alguien «que vivía una maravillosa
armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo
mismo… ejemplo de una ecología integral» (n. 10). Pero
este comportamiento tierno y fraterno de fusión con la
naturaleza no fue el que prevaleció.
El segundo paradigma, el ser humano
“maestro y propietario de la naturaleza”, al decir de
Descartes, se hizo hegemónico. Ve la naturaleza desde
afuera, no sintiéndose parte de ella sino su señor. Está en
la raíz del antropocentrismo moderno. El ser humano dominó
la naturaleza, sometió pueblos y explotó todos los recursos
posibles de la Tierra, hasta el punto de alcanzar hoy una
situación crítica de falta de sostenibilidad. Sus representantes
son los padres fundadores del paradigma moderno como Newton, Francis
Bacon y otros, así como el industrialismo contemporáneo que trata
la naturaleza como una mera exposición de recursos con
vistas al enriquecimiento.
El primer paradigma –el ser humano
es parte de la naturaleza– vive una relación fraterna y
amigable con todos los seres. Se debe ampliar el principio
kantiano: no sólo el ser humano es un fin en sí mismo, sino
igualmente todos los vivientes y por eso deben ser respetados.
Hay un dato científico que favorece esta posición. Al
descodificarse el código genético por Drick y Dawson en
los años 50 del siglo pasado, se verificó que todos los seres
vivos, desde la ameba más originaria, pasando por las grandes selvas
y por los dinosaurios y llegando hasta nosotros los humanos, poseemos
el mismo código genético de base: los 20 aminoácidos y
las cuatro bases fosfatadas. Esto llevó a la Carta de la
Tierra, uno de los principales documentos de la UNESCO
sobre la ecología moderna, a afirmar que «tenemos un espíritu
de parentesco con toda la vida» (Preámbulo). El Papa Francisco
es más enfático: «caminamos juntos como hermanos y hermanas y
un lazo nos une con tierno afecto al hermano sol, a la
hermana luna, al hermano río y a la Madre Tierra» (n. 92).
Desde esta perspectiva, todos los seres, en la medida en que son
nuestros primos y hermanos/as y poseen su nivel de sensibilidad
e inteligencia, son portadores de dignidad y de derechos. Si
la Madre Tierra goza de derechos, como afirmó la ONU, ellos,
como partes vivas de la Tierra, participan de estos derechos.
El segundo paradigma –el ser humano
señor de la naturaleza– tiene una relación de uso con los
demás seres y los animales. Si conocemos los
procedimientos de matanza de bovinos y de aves quedamos horrorizados
de los sufrimientos a los que son sometidos. La Carta de la
Tierra nos advierte: «hay que proteger a los animales salvajes
de métodos de caza, trampas y pesca que causen sufrimiento
extremo, prolongado y evitable» (n. 15b). Ahí recordamos las
sabias palabras del cacique Seattle (1854): «¿Que es el
hombre sin los animales? Si se acabasen todos los animales, el
hombre moriría de soledad de espíritu. Porque todo lo que
les sucede a los animales, le sucederá también al hombre. Todo
está relacionado entre sí».
Si no nos convertimos al primer
paradigma, continuaremos con la barbarie contra nuestros
hermanos y hermanas de la comunidad de vida: los animales. En la
medida en que crece la conciencia ecológica sentimos cada vez
más que somos parientes y como tales nos debemos tratar,
como San Francisco con el hermano lobo de Gubbio y con los seres
más simples de la naturaleza.
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