El día de nuestra boda, ese día
donde decimos sí a nuestra unión de amor ante Dios y ante los
hombres, es un momento transformador en nuestra jornada de vida.
Podemos decir que de alguna manera la historia del ser humano de
divide en antes y después de casarse ya que es ese instante cuando
dejamos de ser un solo ser una sola persona para convertirnos en un
solo ser y tres personas. ¿Cuáles son esas tres personas?
El
esposo, la esposa y Dios. Ese es el plan de Dios para el matrimonio.
Dios nos creó hombre y mujer para que uniéndonos en una sola carne
en mutuo amor y sellados y unidos en el amor de Dios, nuestro
matrimonio sea el reflejo del Amor de Dios en la Tierra. En otras
palabras, nos convertimos en la imagen de la Trinidad Santa en este
mundo.
Sin lugar a dudas, decirle sí a la
vocación del matrimonio es uno de los pasos más importantes –si
no el más importante- que daremos en nuestra vida. Las
implicaciones para la pareja, la familia que formarán, la sociedad y
la Iglesia son enormes. Por ello, cuando preparamos nuestra boda,
debemos tener en claro lo que implica esta verdad. De no hacerlo,
corremos el peligro de pensar que el matrimonio, el Sacramento, se
reduce a la planificación del día de nuestra boda. Hoy en día son
muchos los que dedican más tiempo, esfuerzo, atención y aun estrés
a buscar la iglesia más bonita, el vestido más bello, el lugar de
recepción más elaborado, los arreglos florales más vistosos, la
comida más elegante, el fotógrafo mejor y más profesional y un
sinfín de cosas y gastos para asegurarse de que nuestra boda “sea
la mejor”.
Pero son pocas las veces en que las
parejas piensan en lo más importante. Pocas somos las parejas que se
enfocan en el tiempo que invertirán en una buena preparación
matrimonial, en conversar profundamente sobre cómo vamos a llevar
nuestra vida familiar y espiritual, cuáles son los valores bajo los
cuales regiremos nuestra vida juntos y la de nuestros hijos, cómo
practicaremos y fomentaremos nuestra fe; en fin, como vamos a hacer
de Dios el centro y la roca en la cual fundamentaremos nuestro
matrimonio y familia.
Es triste ver cuántas parejas gastan
sin medida y pasan cientos de horas y miles de dólares planeando su
boda, pero recienten que la Iglesia les pida uno o dos días de
preparación matrimonial, cuando se ha demostrado que las parejas que
viven una buena preparación matrimonial reducen drásticamente la
incidencia de divorcio y disfrutan de matrimonios más sanos y
felices. Es impresionante ver cuántas parejas se unen simplemente
por pasión, por no sentirse que están sin pareja (como sus
amistades), para llenar el vacío de la soledad o para tener quien
les sirva, sin tener un concepto claro de lo que verdaderamente es el
matrimonio, según el plan de Dios, o de lo que el amor conyugal
verdadero y maduro implica: un amor total, libre, fiel y fructífero.
Notamos con frecuencia que cuando las
parejas comienzan a vivir la realidad de la vida diaria, cuando
enfrentan el proceso de adaptación de dos vidas con diferentes
pasados y trasfondos, cuando se dan cuenta que el amor conyugal exige
sacrificios y no es solo disfrutar de compañía y beneficios cuando
se dan cuenta que el amor maduro implica no buscar egoístamente el
bien propio sino el bien del ser amado muchos terminan separándose y
aun divorciándose reduciendo así al Sacramento a poco más que un
experimento para encontrar una felicidad que es vana y pasajera.
Procuremos pues durante el tiempo de nuestro compromiso nupcial,
centrarnos en lo que de verdad importa. Busquemos entender el
verdadero significado y compromiso de esta unión, comprometernos a
esta maravillosa vocación de vida que es el matrimonio, creado y
diseñado por Dios para la felicidad de los cónyuges y la
continuación de la vida humana. Recordemos que la boda dura un día,
pero el matrimonio, ¡toda la vida!
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