Leonardo Boff
Se dice que Dios es brasilero, no el
Dios de la ternura de los humildes, sino el Moloc de los amonitas que
devora a sus hijos. Somos uno de los países más desiguales,
injustos y violentos del mundo. Teológicamente vivimos en una
situación de pecado social y estructural en contradicción con el
proyecto de Dios. Basta considerar lo que ocurrió en las prisiones
de Manaus, Rondônia y Roraima. Es pura barbarie: la furia decapita,
perfora los ojos y arranca el corazón.
¿Cómo hacerlo? Es un desafío que
demanda una transformación colosal de nuestras relaciones sociales.
¿Será posible todavía o estamos condenados a ser un país paria?
Veo que es posible, a condición de seguir, entre otros, estos dos
caminos elaborados desde abajo: la gestación de un pueblo, a partir
de los movimientos sociales, y la instauración de una democracia
social de base popular.
La gestación de un pueblo: los que
nos colonizaron no vinieron para crear una nación, sino para fundar
una empresa comercial a fin de enriquecerse rápidamente, hacerse
hidalgos (hijos de algo), regresar a Portugal y disfrutar de la
riqueza acumulada. Sometieron primero a los indios y después
trajeron a los negros africanos como mano de obra esclava. Se creó
aquí una masa humana dominada por las élites, humillada y
despreciada hasta los días actuales.
Exceptuando revueltas anteriores, a
partir de los años 30 del siglo pasado hubo un cambio histórico.
Surgieron los sindicatos y los más variados movimientos sociales. En
su seno fueron surgiendo actores sociales conscientes, críticos, con
voluntad de modificar la realidad social y de gestar las semillas de
una sociedad más participativa y democrática.
La articulación de esas asociaciones
ha generado el movimiento popular brasilero. Está haciendo de la
masa un pueblo organizado que no existía antes como pueblo, pero que
ahora está naciendo. Obliga a la sociedad política a escucharlo, a
negociar, y a disminuir de esta manera los niveles de violencia
estructural.
La creación de una democracia
social, de base popular: tenemos una democracia representativa de
bajísima intensidad, llena de vicios políticos, corrupta, con
representantes electos, en general, por las grandes empresas, a cuyos
intereses representan.
Pero en contrapartida, como fruto de
la organización popular, ya se han producido partidos populares o
segmentos de partidos progresistas e incluso liberales-burgueses o
tradicionalmente de izquierda que postulan reformas profundas en la
sociedad y buscan conquistar el poder del Estado, ya sea municipal,
estatal o federal.
Esta democracia participativa se
basa, fundamentalmente, en estas cuatro patas, como las de una mesa:
- participación, la más amplia
posible, de todos, de abajo hacia arriba, de tal suerte que cada uno
se pueda considerar como ciudadano activo;
- igualdad, que resulta de los grados
de participación; ella da al ciudadano más oportunidades de vivir
mejor. Frente a las desigualdades existentes, hay que fortalecer la
solidaridad social;
- respeto a las diferencias de todo
orden; por eso, una sociedad democrática debe ser pluralista,
multiétnica, pluri-religiosa y con varios tipos de propiedad;
- valorización de la subjetividad
humana; el ser humano no es solo un actor social, es una persona, con
su visión del mundo y que cultiva valores de cooperación y
solidaridad que humanizan las instituciones y las estructuras
sociales.
Esta mesa está asentada además
sobre una base, sin la cual no se sostiene: una nueva relación con
la naturaleza y con la Tierra, nuestra Casa Común, como recalca la
encíclica ecológica del Papa Francisco. En otras palabras, esta
democracia deberá incorporar el momento ecológico, fundado en otro
paradigma. El vigente, centrado en el poder y la dominación en
función de la acumulación ilimitada, ha encontrado una frontera
insuperable: los límites de la Tierra y de sus bienes y servicios no
renovables. Una Tierra limitada no soporta un proyecto de crecimiento
ilimitado. Por forzar estos límites, asistimos al calentamiento
global y a los eventos extremos vividos en este año de 2017 con
nevadas en casi toda Europa que no ocurrían desde hace cien años.
Esta conciencia de los límites, que
crece más y más, nos obliga a pensar en un nuevo paradigma de
producción, de consumo y de reparto de los recursos escasos entre
los humanos y también con la comunidad de vida (la flora y la fauna
que también son creadas por la Tierra y necesitan sus nutrientes).
Aquí entran los valores del cuidado, de la corresponsabilidad y de
la solidaridad de todos con todos, sin los cuales el proyecto jamás
prosperará.
A partir de estas premisas podemos
pensar en la superación de nuestras estructuras sociales violentas.
El resto es trampear con el cambio, para que nada cambie.
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