En la
clausura del Jubileo de la Misericordia
La solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la
misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de
su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El
Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin
poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido
que un vencedor.
Verdaderamente el reino de Jesús no
es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice
el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la
redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su
reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor
capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo
se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó
nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el
abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta
forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para
abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera
conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha
abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera,
todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue
venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el
miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas,
proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el
Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia
del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no
pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de
tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el
pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es
Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el
Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente
y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan
los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús,
aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra
cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el
Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una
palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué
sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se
agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a
las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no
cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de
la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su
amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere
permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse
y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como
Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse
cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me
conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye
diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un
malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma
provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una
tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo
hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que
renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la
lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es
Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un
ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a
los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su
gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y
la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de
ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de
convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue
amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del
Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús,
estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada
en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en
cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades
gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados
a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se
presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio,
olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la
misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo
esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero
rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a
redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece
cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el
amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del
Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y
costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a
que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no
adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada
época.
En el Evangelio aparece otro
personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta
persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se
encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus
dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó
la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v.
43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros.
Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado,
porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no
lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del
pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados.
Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de
esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la
puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más
allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía
de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de
nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir
esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra
la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para
nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón
de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin
de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la
Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran
bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido
investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de
misericordia, para ser también instrumentos de misericordia.
Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María,
también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz
como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su
manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón
y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de
misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones,
todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que
no quedarán sin respuesta.
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