EN LA JORNADA MUNDIAL
DE LAS MISIONES 2016
Queridos hermanos y hermanas:
El Jubileo extraordinario de la
Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de
modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a
ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de
misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta
Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a «salir»,
como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios
talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el
mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familia
humana.
En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por
los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y
experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar
la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio», y de
proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre,
anciano, joven y niño.
La misericordia hace que el corazón
del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una
criatura humana; desde el principio, él se dirige también con amor
a las más frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de
manifiesto precisamente en su capacidad de identificarse con los
pequeños, los descartados, los oprimidos. Él es el Dios bondadoso,
atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de
todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la
realidad humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con
sus hijos. El término usado por la Biblia para referirse a la
misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de una madre a
sus hijos, esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia
y pase lo que pase, porque son el fruto de su vientre. Este es
también un aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos sus
hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha engendrado y
que quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se
estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad. Y, sin
embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y
es cariñoso con todas las criaturas .
La manifestación más alta y
consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él
revela el rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de
ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y
ante todo, él mismo la encarna y personifica». Con la acción del
Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio del
Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos
como nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y
haciendo que nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su
bondad La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad
que vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y
elegida por él con amor misericordioso, y se inspira en este amor
para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer a la
gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones
religiosas.
Muchos hombres y mujeres de toda edad
y condición son testigos de este amor de misericordia, como al
comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y creciente
presencia de la mujer en el mundo misionero junto a la masculina es
un signo elocuente del amor materno de Dios. Las mujeres laicas o
religiosas, y en la actualidad también muchas familias, viven su
vocación misionera de diversas maneras: desde el anuncio directo del
Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor evangelizadora y
sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias comprenden
mejor a menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una
manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida poniendo
más interés en las personas que en las estructuras y empleando
todos los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía,
las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo, la colaboración
y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones personales o
en el más grande de la vida social y cultural; y de modo especial en
la atención a los pobres.
En muchos lugares, la evangelización
comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo misionero le
dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso del
Evangelio, con la paciencia de esperar el fruto después de años de
lenta formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de
llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia
puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día
a la fe en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice
el servicio materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los
pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En
efecto, la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece
gracias a la fe y a la caridad de los evangelizadores que son
testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando van por los
caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que tiende
más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos
el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su
amor.
Todos los pueblos y culturas tienen
el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios
para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la
cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una
solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del
perdón y de la misericordia puede traer alegría y reconciliación,
justicia y paz. El mandato del Evangelio: «Id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado» no está agotado, es más, nos compromete a
todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a
una nueva «salida» misionera, como he señalado también en la
Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada
comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero
todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia
comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan
la luz del Evangelio».
En este Año jubilar se cumple
precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones
promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y
aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero
oportuno volver a recordar la sabias indicaciones de mis
predecesores, los cuales establecieron que fueran destinadas a esta
Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades
religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo
pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas
necesitadas y para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los
confines de la tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto
de comunión eclesial misionera. No permitamos que nuestras
preocupaciones particulares encojan nuestro corazón, sino que lo
ensachemos para que abarque a toda la humanidad.
Que Santa María, icono sublime de la
humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a
todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la
presencia viva y misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y
colma de gozosa misericordia las relaciones entre las personas, las
culturas y los pueblos.”
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