Leonardo
Boff
Una de las búsquedas más
persistentes entre los científicos que vienen generalmente de las
ciencias de la Tierra y de la vida es la de la unidad del Todo.
Dicen: «debemos identificar la fórmula que explica todo y así
captaremos la mente de Dios». Esta búsqueda tiene como nombre la
teoría de la gran unificación, o la teoría cuántica de los
campos, o por el pomposo nombre de la teoría del todo. Por más
esfuerzos que hayan hecho, todos acaban frustrándose o como el gran
matemático Stephen Hawking, abandonando, esta pretensión, por
imposible.
El universo es por demás complejo para ser aprehendido
por una única fórmula.
Sin embargo, investigando sobre las
partículas subatómicas –más de cien– y las energías
primordiales, se ha llegado a percibir que todas ellas remiten al
llamado «vacío cuántico», que de vacío no tiene nada porque es
la plenitud de todas las potencialidades. De ese fondo sin fondo han
surgido todos los seres y todo el universo. Se representa como un
vasto océano, sin márgenes, de energía y de virtualidades. Otros
lo llaman “fuente originaria de los seres”, o el “abismo
alimentador de todo”.
Curiosamente, uno de los mayores
cosmólogos, Brian Swimme, lo denomina lo inefable y lo misterioso
(The Hidden Heart of the Cosmos, 1996). Pues bien, éstas son
características que las religiones atribuyen a la Realidad Última,
que es llamada con mil nombres: Tao, Yavé, Alá, Olorum, Dios... El
vacío grávido de energía, si no es Dios (Dios es siempre mayor),
es su mejor metáfora y representación.
Lo fundamental no es la materia, sino
ese vacío grávido. Ella es una de las emergencias de esa fuente
originaria. Thomas Berry, el gran ecólogo/cosmólogo norteamericano,
escribió: «Necesitamos sentir que estamos cargados con la misma
energía que hizo surgir la Tierra, las estrellas y las galaxias. Esa
misma energía hizo surgir todas las formas de vida, y la conciencia
refleja de los humanos. Es la que inspira a los poetas, los
pensadores y los artistas de todos los tiempos. Estamos inmersos en
un océano de energía que va más allá de nuestra comprensión.
Pero esa energía en última instancia nos pertenece, no por la
dominación sino por la invocación» (The Great Work, 1999, 175), es
decir, abriéndonos a ella.
Si es así, todo lo que existe es una
emergencia de esta energía fontal: las culturas, las religiones, el
propio cristianismo e incluso las figuras como Jesús, Moisés, Buda
y cada uno de nosotros. Todo venía siendo gestado dentro del proceso
cosmogénico en la medida en que surgían órdenes más complejos,
cada vez más interiorizados e interconectados con todos los seres.
Cuando se da determinado nivel de acumulación de esa energía de
fondo, entonces ocurre la emergencia de los hechos históricos y de
cada persona singular.
Quien vio esta gestación de Cristo
en el cosmos fue el paleontólogo y místico Teilhard de Chardin
(+1955), aquel que reconcilió la fe cristiana con la idea de la
evolución ampliada y con la nueva cosmología. El distingue lo
«crístico» de lo «cristiano». Lo crístico se presenta como un
dato objetivo dentro del proceso de la evolución. Sería aquel
eslabón que une todo con todo. Porque estaba dentro de ella pudo
irrumpir un día en la historia en la figura de Jesús de Nazaret,
aquel por quien todas las cosas tienen su existencia y consistencia,
en el decir de San Pablo.
Por eso, cuando lo crístico es
reconocido subjetivamente y se transforma en contenido de la
conciencia de un grupo, se transforma en «cristiano». Entonces
surge el cristianismo histórico, fundado en Jesús, el Cristo,
encarnación de lo crístico. De aquí se deriva que sus raíces
últimas no se encuentran en la Palestina del siglo primero, sino
dentro del proceso de la evolución cósmica.
San Agustín escribiendo a un
filósofo pagano (Epistola 102) intuyó esta verdad: «La que ahora
recibe el nombre de religión cristiana existía anteriormente, y no
estuvo ausente en el origen del género humano, hasta que Cristo vino
en la carne; fue entonces cuando la verdadera religión, que ya
existía, empezó a ser llamada cristiana».
En el budismo se hace un razonamiento
parecido. Existe la budeidad (la capacidad de iluminación) que venía
forjándose a lo largo del proceso evolutivo hasta que irrumpió en
Sidarta Gautama que se volvió Buda. Este sólo pudo manifestarse en
la persona de Gautama porque la budeidad estaba antes en el proceso
evolutivo. Entonces se volvió Buda como Jesús se volvió Cristo.
Cuando esta comprensión es
interiorizada hasta el punto de transformar nuestra percepción de
las cosas, de la naturaleza, de la Tierra y del universo, entonces se
abre el camino a una experiencia espiritual cósmica, de comunión
con todo y con todos. Realizamos por esta vía espiritual lo que los
científicos buscaban por la vía de la ciencia: un eslabón que
unifica todo y lo atrae hacia delante.
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