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viernes, 14 de octubre de 2016

Las obras de misericordia

Francisco asegura que son el mejor antídoto contra la indiferencia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes nos hemos adentrado poco a poco en el gran misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y después, a través de los pasajes evangélicos, hemos visto cómo Jesús, en sus palabras y en sus gestos, es encarnación de la Misericordia.
Él, a su vez, ha enseñado a sus discípulos: “Sed misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36). Es un compromiso que interpela la conciencia y la acción de cada cristiano. De hecho, no basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la recibe se convierta también en signo e instrumento para los otros. La misericordia, además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino que abraza toda nuestra existencia cotidiana.
Entonces, ¿cómo podemos ser testigos de la misericordia? No pensemos que se trata de cumplir grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más sencillo, hecho de pequeños gestos pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que seremos juzgados por los gestos. De hecho, una de las páginas más bonitas del Evangelio de Mateo nos lleva a la enseñanza que podemos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia.
Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo a un preso, lo hacemos a Él  (cfr Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado estos gestos “obras de misericordia corporal” porque socorren a las personas en sus necesidades materiales.
Hay también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras exigencias humanas importantes, sobre todo hoy, porque tocan la intimidad de las personas y a menudo hacen sufrir más.
Todos seguramente recordamos una que ha entrado en el lenguaje común: “soportar con paciencia a las personas molestas”. Y las hay, hay personas molestas. Podría parecer algo poco importante, que nos hace reír, sin embargo contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para los otros seis, que nos viene bien recordar: dar buen consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, corregir al que se equivoca, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
 Son cosas de todos los días, ‘pero yo estoy dolido, Dios te ayudará, no tengo tiempo’. No. Me paro, escucho, pierdo el tiempo y consuelo. Ese es un gesto de misericordia. Y esto no se hace solo a él, se hace a Jesús. En las próximas catequesis nos detendremos en estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modelo concreto para vivir la misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas sencillas las han puesto en práctica, dando así genuino testimonio de la fe.
La Iglesia, por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. A menudo son las personas más cercanas a nosotros las que necesitan ayuda. No tenemos que ir a la búsqueda de quién sabe qué asuntos. Es mejor iniciar por los más sencillos, que el Señor nos indica como los más urgentes.
En un mundo lamentablemente golpeado por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las exigencias más elementales de nuestros “hermanos más pequeños” (Mt 25,40), en los que está presente Jesús. Siempre Jesús está presente ahí donde hay una necesidad, una persona que tiene una necesidad, sea material o espiritual, ahí está Jesús.
Reconocer su rostro en el de quien está en la necesidad es un verdadero desafío hacia la indiferencia. Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo nos pase al lado sin que lo reconozcamos. Vuelve a la mente la frase de san Agustín: “Timeo Iesum transeuntem” (Serm., 88, 14, 13). Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca. Que el Señor pase delante de mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas, y yo no me dé cuenta de que es Jesús. Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca.
Me he preguntado por qué san Agustín ha dicho de de temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestros comportamientos: porque a menudo estamos distraídos, somos indiferentes, y cuando el Señor pasa cerca de nosotros perdemos la ocasión de encuentro con Él.
Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido de que a través de estos gestos sencillos cotidianos nosotros podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como ha ocurrido en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esto será una revolución en el mundo, pero todos, cada uno de nosotros.
¡Cuántos santos son recordados todavía hoy no por las grandes obras que han realizado sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la recordamos por las muchas casas que ha abierto en el mundo, sino porque se arrodillaba ante cada personas que encontraba en el camino para restituirle la dignidad.

¡Cuántos niños abandonados ha tenido entre sus brazos! ¡Cuántos moribundos ha acompañado al umbral de la eternidad dándoles la mano! Estas obras de misericordia son los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida a sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida. Al menos hacer una cada día, al menos. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporal y espiritual y pidamos al Señor que nos ayude a ponerlas en práctica cada día en el momento en el que vemos a Jesús en una persona que está necesitada.

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