Francisco asegura que son el mejor antídoto contra la indiferencia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
En las catequesis precedentes nos
hemos adentrado poco a poco en el gran misterio de la misericordia de
Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo
Testamento y después, a través de los pasajes evangélicos, hemos
visto cómo Jesús, en sus palabras y en sus gestos, es encarnación
de la Misericordia.
Él, a su vez, ha enseñado a sus discípulos:
“Sed misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36). Es un
compromiso que interpela la conciencia y la acción de cada
cristiano. De hecho, no basta con experimentar la misericordia de
Dios en la propia vida; es necesario que quien la recibe se convierta
también en signo e instrumento para los otros. La misericordia,
además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino
que abraza toda nuestra existencia cotidiana.
Entonces, ¿cómo podemos ser
testigos de la misericordia? No pensemos que se trata de cumplir
grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor
nos indica un camino mucho más sencillo, hecho de pequeños gestos
pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha
dicho que seremos juzgados por los gestos. De hecho, una de las
páginas más bonitas del Evangelio de Mateo nos lleva a la enseñanza
que podemos considerar de alguna manera como el “testamento de
Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en
sí la acción de la Misericordia.
Jesús dice que cada vez que damos de
comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos
a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un
enfermo a un preso, lo hacemos a Él (cfr Mt 25,31-46).
La Iglesia ha llamado estos gestos “obras de misericordia corporal”
porque socorren a las personas en sus necesidades materiales.
Hay también otras siete obras de
misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras
exigencias humanas importantes, sobre todo hoy, porque tocan la
intimidad de las personas y a menudo hacen sufrir más.
Todos seguramente recordamos una que
ha entrado en el lenguaje común: “soportar con paciencia a las
personas molestas”. Y las hay, hay personas molestas. Podría
parecer algo poco importante, que nos hace reír, sin embargo
contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para
los otros seis, que nos viene bien recordar: dar buen consejo al
que lo necesita, enseñar al que no sabe, perdonar al que nos ofende,
consolar al triste, corregir al que se equivoca, rezar a Dios por los
vivos y por los difuntos.
Son cosas de todos los días,
‘pero yo estoy dolido, Dios te ayudará, no tengo tiempo’. No. Me
paro, escucho, pierdo el tiempo y consuelo. Ese es un gesto de
misericordia. Y esto no se hace solo a él, se hace a Jesús. En
las próximas catequesis nos detendremos en estas obras, que la
Iglesia nos presenta como el modelo concreto para vivir la
misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas
sencillas las han puesto en práctica, dando así genuino testimonio
de la fe.
La Iglesia, por otra parte, fiel a su
Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. A menudo
son las personas más cercanas a nosotros las que necesitan ayuda. No
tenemos que ir a la búsqueda de quién sabe qué asuntos. Es mejor
iniciar por los más sencillos, que el Señor nos indica como los más
urgentes.
En un mundo lamentablemente golpeado
por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el
mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las
exigencias más elementales de nuestros “hermanos más pequeños”
(Mt 25,40), en los que está presente Jesús. Siempre Jesús
está presente ahí donde hay una necesidad, una persona que tiene
una necesidad, sea material o espiritual, ahí está Jesús.
Reconocer su rostro en el de quien
está en la necesidad es un verdadero desafío hacia la indiferencia.
Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo nos pase al
lado sin que lo reconozcamos. Vuelve a la mente la frase de san
Agustín: “Timeo Iesum transeuntem” (Serm., 88, 14, 13). Tengo
miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca. Que el Señor pase
delante de mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas, y yo
no me dé cuenta de que es Jesús. Tengo miedo de que el Señor pase
y yo no lo reconozca.
Me he preguntado por qué san Agustín
ha dicho de de temer el paso de Jesús. La respuesta,
lamentablemente, está en nuestros comportamientos: porque a menudo
estamos distraídos, somos indiferentes, y cuando el Señor pasa
cerca de nosotros perdemos la ocasión de encuentro con Él.
Las obras de misericordia despiertan
en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer viva y operante la
fe con la caridad. Estoy convencido de que a través de estos gestos
sencillos cotidianos nosotros podemos cumplir una verdadera
revolución cultural, como ha ocurrido en el pasado. Si cada uno de
nosotros, cada día, hace una de estas, esto será una revolución en
el mundo, pero todos, cada uno de nosotros.
¡Cuántos santos son recordados
todavía hoy no por las grandes obras que han realizado sino por la
caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa,
canonizada hace poco: no la recordamos por las muchas casas que ha
abierto en el mundo, sino porque se arrodillaba ante cada personas
que encontraba en el camino para restituirle la dignidad.
¡Cuántos niños abandonados ha
tenido entre sus brazos! ¡Cuántos moribundos ha acompañado al
umbral de la eternidad dándoles la mano! Estas obras de misericordia
son los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida a sus hermanos más
pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios.
Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en
nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida. Al menos hacer
una cada día, al menos. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de
misericordia corporal y espiritual y pidamos al Señor que nos ayude
a ponerlas en práctica cada día en el momento en el que vemos a
Jesús en una persona que está necesitada.
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