4 de octubre
(ZENIT).-
Nació en Asís, Italia, en 1182. Era hijo del rico comerciante de
tejidos Pietro di Bernardone y de la noble Pica. Le bautizaron con el
nombre de Juan. Se formó con los canónigos de la parroquia y fue
asiduo al hospital de San Jorge. Aunque procedía de una familia
pudiente, a los 14 años ayudaba a su padre en la tienda. Después se
fue desvinculando del compromiso laboral y de sus estudios, que no
casaban con su proyecto de vida desenfadada a la que se entregó de
lleno.
Era un líder nato un tanto inconformista; un idealista en
extremo, aunque todavía no sabía cómo encauzar sus sueños.
Exhibía por la ciudad sus dotes poéticas y musicales, siguiendo la
estela trovadoresca con la que emulaba a los caballeros. Por un lado,
disipaba el dinero, y por otro, daba limosna a los pobres.
En 1198 se
desató un grave conflicto entre la burguesía y los nobles de Asís,
solventado con la instauración del régimen comunal. Se implicó en
el litigio, luchó contra Perusa y fue apresado. Durante unos meses
soportó el rigor de la prisión, y tras su liberación, en 1204 cayó
enfermo. Fueron instantes de reflexión preparatorios para dar un
vuelco decisivo a su vida. En 1205 se propuso combatir en Puglia
según vio en un sueño, pero en Espoleto una fuerza interior le
instó a regresar. Se dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?»,
aunque de momento siguió con sus costumbres. Pero Dios se hizo notar
en su corazón ese mismo año invadiéndole con gran dulzura.
La
prodigalidad con los pobres y su compasión hacia ellos comenzaron a
adueñarse de él. Su oración vivificaba un amor que iba in
crescendo. Rogó a Dios su ayuda, y Él le exigió la total donación
de sí; debía elegir lo que más le costase. Una vez se vio frente a
un leproso, y superó su repugnancia besándolo; lo tomó como un don
del cielo. A continuación, experimentó un intenso aborrecimiento de
su vida pasada y se dispuso a iniciar un camino sin retorno. Se puso
al servicio de estos enfermos y compartió con ellos su vida.
Un fuego
interior le consumía. La necesidad de oración y soledad eran cada
vez más intensas, y se redoblaban las pruebas. Luchó contra sí
mismo y obtuvo el don de la fidelidad. El Cristo del crucifijo de San
Damián le pidió que reparara su Iglesia. Entendió que se refería
a la ruinosa capilla, y en Foligno vendió su caballo y mercancía
del establecimiento paterno obteniendo los recursos para restaurarla.
Se afincó en San Damián sin contar con la venia de su progenitor,
que montó en cólera. Puesto en la tesitura de elegir, se abrazó a
la pobreza, desprendiéndose de sus vestiduras ante el prelado de
Asís. Previamente, su frustrado padre lo había mantenido recluido y
golpeado, sin vencer su voluntad.
En 1208
escuchó en misa el texto evangélico de (Mt 10, 5-15), y se lo
aplicó. Vio que el desprendimiento absoluto y la penitencia eran su
destino; en ello se encerraba la idea de restauración. Se vistió
con una humilde túnica ceñida con un cordón y se hizo pobre con
los pobres en medio del desprecio y mofas de sus conocidos, con la
alegría de verse convertido en un mendigo. En la Porciúncula se
congregaron numerosos jóvenes que querían seguir esa vida de
penitencia. Con ellos fundó la Orden de Frailes Menores, aprobada
por Inocencio III. Su saludo era: «La paz del Señor sea
contigo». Amaba tanto a la Virgen que puso su obra bajo su
protección, y como recuerda su biógrafo Celano: «cobijó bajo
sus alas a los hijos que debía abandonar para que Ella los
favoreciese y auxiliase».
Encarnaba
fielmente el evangelio. Se acusaba de sus faltas y se castigaba
públicamente. Inundado de gozo multiplicaba por todas las vías los
dones que iba recibiendo. «¿Qué son los siervos de
Dios –decía a sus frailes– sino juglares suyos que
deben levantar los corazones de la gente y entusiasmarlos con su
alegría espiritual?». En 1212 santa Clara se unió a su carisma
dando lugar a la fundación de las clarisas. En 1224, hallándose en
el monte Alverna, recibió los estigmas de la Pasión, y antes el don
de milagros y de profecía. Devotísimo de la Eucaristía, fue
agraciado con numerosas revelaciones. Lidió con graves problemas
dentro de su Orden, y sufrió extremadamente con los estigmas y la
grave lesión ocular padecida en los últimos años de su vida.
Casi ciego
en 1224 compuso el bellísimo Cántico de las criaturas. Era una
consecuencia inmediata del amor que sentía por Dios; las criaturas
son reflejo de la perfección divina. Y ante este espectáculo de la
creación entera elevó su cántico a Dios Padre. Así es como vivió
la presencia de la paternidad de Dios en todas las criaturas, a las
que trataba como hermanas. Murió en el suelo el 3 de octubre de
1226. Gregorio IX lo canonizó el 16 de julio de 1228.
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