Leonardo Boff
Ya hace años se notaba, un poco en
todas partes del mundo, la ascensión de un pensamiento conservador y
de movimientos que se definían como de derechas. Con eso se apuntaba
a un tipo de sociedad en la cual el orden prevalecía sobre la
libertad, los valores tradicionales se imponían a los modernos, y la
supremacía de la autoridad se sobreponía a la libertad democrática.
Ante esta dilución de estrellas-guía
surgió su opuesto dialéctico: la búsqueda de seguridad, de orden,
de autoridad, de normas claras y de caminos bien definidos. En la del
conservadurismo y de la derecha en política, en ética y en religión
se encuentra este tipo de visión de las cosas. Está a un paso del
fascismo como se verificó en la Alemania de Hitler y en la Italia de
Mussolini.
En Europa, en América Latina y en
Estados Unidos estas tendencias han ido ganando fuerza social y
política. En Brasil este espíritu conservador, derechista fue el
que moldeó el golpe de clase jurídico-parlamentario que destituyó
a la Presidenta Dilma Rousseff. Lo que siguió ha sido la
implantación de políticas claramente de derechas, anti-pueblo,
negadoras de derechos sociales y retrógradas en términos
culturales.
Pero esa tendencia conservadora ha
alcanzado su dimensión más expresiva en la potencia central del
sistema-mundo, Estados Unidos, confirmada por la elección de Donald
Trump como presidente de ese país. Aquí el conservadurismo y la
política de derechas se muestran sin metáforas y de forma descarada
e incluso áspera.
En sus primeros actos, Trump ha
empezado a desmontar las conquistas sociales alcanzadas por Obama.
Nacionalismo, patriotismo, conservadurismo, aislacionismo son sus
características más claras.
Su discurso inaugural es aterrador:
“de hoy en adelante una nueva visión gobernará nuestra tierra. A
partir de este momento Estados Unidos será lo primero”. Lo
“primero” (first) aquí debe ser entendido como “sólo (only)
Estados Unidos va a contar”. Radicaliza su visión al término de
su discurso con evidente arrogancia: ”Juntos haremos que Estados
Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser
próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos
que Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y juntos haremos que
Estados Unidos sea grande de nuevo”.
Subyacente a estas palabras funciona
la ideología del “destino manifiesto”, de la excepcionalidad de
Estados Unidos, siempre presente en los presidentes anteriores
inclusive en Obama. Es decir, Estados Unidos posee una misión única
y divina en el mundo, la de llevar sus valores de derechos, de la
propiedad privada y de la democracia liberal al resto de la
humanidad.
Para él, el mundo no existe. Y si
existe es visto de forma negativa. Rompe los lazos de solidaridad con
los aliados tradicionales como la Unión Europea y deja a cada país
libre para eventuales aventuras contra sus contendientes históricos,
abriendo espacio al expansionismo de potencias regionales, incluyendo
eventualmente guerras letales.
De la personalidad de Trump se puede
esperar todo. Habituado a negocios tenebrosos como son, de modo
general, los negocios inmobiliarios neoyorquinos, sin ninguna
experiencia política, puede desencadenar crisis enormemente
amenazadoras para el resto de la humanidad, como por ejemplo, una
eventual guerra contra China o Corea del Norte, donde no se excluiría
la utilización de armas nucleares.
Su personalidad denota
características psicológicas desviadas, narcisista y con un ego
superinflado, mayor que su propio país.
La frase que nos asusta es esta: de
hoy en adelante una nueva visión gobernará la tierra. No sé si
está pensando solo en Estados Unidos o en el planeta Tierra.
Probablemente las dos cosas para él se identifican. Si fuera verdad,
tendremos que rezar para que no ocurra lo peor para el futuro de la
civilización.
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