¨La salvación es don gratuito de Dios¨
ZENIT – Ciudad del Vaticano). –
El santo padre Francisco ha precisado que el culto no puede reducirse a rituales pensando que son los sacrificios que nos salvan, cuando en verdad es la misericordia divina la que perdona gratuitamente el pecado.
“Queridos
hermanos y hermanas, buenos días.
Hablando
de la misericordia divina, hemos evocado varias veces la figura del
padre de familia, que ama a sus hijos, les ayuda, los cuida y les
perdona. Y como padre, les educa y les corrige cuando se equivocan,
favoreciendo su crecimiento en el bien.
Es
así que Dios es presentado en el primer capítulo del profeta
Isaías, en el que el Señor, como padre afectuoso pero también
atento y severo, se dirige a Israel acusándole de infidelidad y
corrupción, para llevarlo de nuevo al camino de la justicia.
Inicia
así nuestro texto: “¡Escuchen, cielos! ¡Presta oído, tierra!
porque habla el Señor: Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos
se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno el pesebre
de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene
entendimiento!” (1, 2-3).
Dios,
mediante el profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre
decepcionado: ha hecho crecer a sus hijos, y ahora ellos se han
rebelado contra Él. Incluso los animales son fieles a su amo y
reconocen la mano que les da de comer; el pueblo sin embargo ya no
reconoce a Dios, se niega a entender. Aún herido, Dios deja hablar
al amor, y hace un llamamiento a la conciencia de estos hijos
degenerados, para que se arrepientan y se dejen amar de nuevo. Y esto
es lo que hace Dios. Viene a nuestro encuentro para que nos dejemos
amar por Él, el corazón de nuestro Dios.
La
relación padre-hijo, a la que a menudo los profetas hacen referencia
para hablar de la relación de alianza entre Dios y su pueblo, se ha
desnaturalizado. La misión educativa de los padres está dirigida a
hacerle crecer en la libertad, a hacerles responsables, capaz de
cumplir obras de bien para sí y para los otros. Sin embargo, a causa
del pecado, la libertad se convierte en reivindicación de autonomía,
reivindicación de orgullo y el orgullo lleva a la oposición y a la
ilusión de la autosuficiencia.
Y
es aquí donde Dios llama a su pueblo: ‘Os habéis equivocado de
camino’. Llama de nuevo. Afectuosamente y amargamente dice “mi”
pueblo, Dios nunca nos reniega. Nosotros somos su pueblo. El más
malo, el más malo de los hombres, la más mala de las mujeres, el
pueblo más malo, son sus hijos. Y este es Dios. Nunca, nunca nos
renegó. Siempre dice: ‘hijo ven’. Este es el amor de nuestro
padre. Y esta es misericordia de a Dios. Tener un padre así nos da
esperanza, nos da confianza. Esta pertenencia debería ser vivida en
la confianza y en la obediencia, con la conciencia de que todo es don
que viene del amor del Padre. Y sin embargo, aquí está la vanidad,
la necedad y la idolatría.
Por
eso el profeta se refiere directamente a este pueblo con palabras
severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa:
“Ay,
nación pecadora, […] hijos pervertidos! ¡Han abandonado al Señor,
han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto atrás! (v. 4).
La
consecuencia del pecado ha sido un estado de sufrimiento, y sufre las
consecuencias también el país, devastado y convertido como en un
desierto, al punto que Sión, es decir Jerusalén, se convierte en
inhabitable. Donde hay rechazo de Dios, de su paternidad, no hay más
vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparecer
pervertido y aniquilado. Sin embargo, también en este momento
doloroso está en vista la salvación. La prueba se da para que el
pueblo pueda experimentar la amargura de quien abandona a Dios, y por
tanto enfrentarse con el vacío desolador de una elección de muerte.
El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión
autodestructiva, debe hacer reflexionar al pecador para abrirlo a la
conversión y al perdón.
Es
el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según
nuestras culpas (cfr Sal
103,10). La punición se convierte en instrumento para provocar la
reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, da la
gracia y no destruye todo, pero deja abierta siempre la puerta a la
esperanza. La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse
convertir, pero permanece siempre don gratuito.
El
Señor, por tanto, en su misericordia, indica el camino que no es el
de los sacrificios rituales, sino más bien de la justicia. El culto
es criticado no porque sea inútil en sí mismo, sino porque, en vez
de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte así
en búsqueda de la propia justicia, creando la creencia engañosa de
que sean los sacrificios los que salvan, y no la misericordia divina
la que perdona el pecado.
Para
entenderlo bien, cuando una está mal va al médico, cuando uno se
siente pecador va al Señor. Pero si en vez de ir al médico va al
brujo, no sana. Y muchas veces preferimos ir por caminos equivocados
buscando una justificación, una justicia, una paz que nos viene
regalada como don del propio Señor si no vamos sobre el camino y le
buscamos a Él.
Dios,
dice el profeta Isaías, no agradece la sangre de los toros y de los
corderos (v. 11), sobre todo si la oferta se hace con las manos
sucias de la sangre de los hermanos (v. 15). Y pienso en algunos
benefactores de la Iglesia que vienen con la ofrenda, ‘toma para la
Iglesia’. Y esta ofrenda es fruto de la sangre de tanta gente
explotada, maltratada, esclavizada con trabajo mal pagado. Yo diré a
esta gente, por favor, llévate tu cheque, quémalo. El pueblo de
Dios, es decir, la Iglesia, no tiene necesidad de dinero sucio.
Necesita corazones abiertos a la misericordia de Dios.
Es
sin embargo necesario acercarse a Dios con manos purificadas,
evitando el mal y practicando el bien y la justicia. Que bonito como
termina el profeta: “¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el
bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al
huérfano, defiendan a la viuda” (vv. 16-17). Pensad en tantos,
tantos refugiados que desembarcan en Europa y no saben donde ir.
Entonces,
dice el Señor, los pecados, aún si fueran de color escarlata, se
volverán blancos, como la nieve, este es el milagro del amor de
Dios, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá nutrirse de los
bienes de la tierra y vivir en la paz (v. 19).
Es
este el milagro del perdón que Dios, el perdón que Dios como Padre
quiere donar a su pueblo. La misericordia de Dios se ofrece a todos,
y estas palabras del profeta valen también hoy por nosotros,
llamados a vivir como hijos de Dios”
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