En la fiesta de San Pedro y San Pablo
La Palabra de Dios de esta liturgia
contiene un binomio central: cierre – apertura. A esta imagen
podemos unir el símbolo de las llaves, que Jesús promete a Simón
Pedro para que pueda abrir la entrada al Reino de los cielos, y no
cerrarlo para la gente, como hacían algunos escribas y fariseos
hipócritas a los que Jesús reprende (cf. Mt 23, 13).
La lectura de los Hechos de los
Apóstoles (12,1-11) nos presenta tres encierros: el de Pedro en la
cárcel; el de la comunidad reunida en oración; y ‒en el contexto
cercano de nuestro pasaje‒ el de la casa de María, madre de Juan,
por sobrenombre Marcos, donde Pedro va a llamar después de haber
sido liberado.
Y el Señor responde a la oración y
le envía a su ángel para liberarlo, «arrancándolo de la mano de
Herodes» (cf. v. 11). La oración, como humilde abandono en Dios y
en su santa voluntad, es siempre una forma de salir de nuestros
encierros personales y comunitarios. Es la gran vía de salida de los
encerramientos.
También Pablo, escribiendo a
Timoteo, habla de su experiencia de liberación, la salida del
peligro de ser, él también, condenado a muerte; en cambio, el Señor
estuvo cerca de él y le dio fuerzas para que pudiera llevar a cabo
su trabajo de evangelizar a los gentiles (cf. 2 Tm 4,17). Pero Pablo
habla de una «apertura» mucho mayor, hacia un horizonte
infinitamente más amplio: el de la vida eterna, que le espera
después de haber terminado la «carrera» terrena.
Es muy bello ver la vida del Apóstol
toda «en salida» gracias al Evangelio: toda proyectada hacia
adelante, primero para llevar a Cristo a cuantos no le conocen, y
luego para saltar, por así decirlo, en sus brazos, y ser llevado por
él «que lo salvará llevándolo a su reino celestial.» (cf. v.
18).
Volvamos a Pedro. El relato
Evangélico (Mt 16,13-19) de su profesión de fe y la consiguiente
misión confiada por Jesús nos muestra que la vida de Simón,
pescador de Galilea ‒ como la vida de cada uno de nosotros‒ se
abre, florece plenamente cuando acoge de Dios la gracia de la fe.
Entonces, Simón se pone en el camino ‒un camino largo y duro‒
que le llevará a salir de sí mismo, de sus seguridades humanas,
sobre todo de su orgullo mezclado con valentía y con generoso
altruismo.
En este su camino de liberación, es
decisiva la oración de Jesús: «yo he pedido por ti (Simón), para
que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Es igualmente decisiva la mirada
llena de compasión del Señor después de que Pedro le hubiera
negado tres veces: una mirada que toca el corazón y disuelve las
lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc 22,61-62). Entonces Simón Pedro
fue liberado de la prisión de su ego orgulloso, de su ego miedoso, y
superó la tentación de cerrarse a la llamada de Jesús a seguirle
por el camino de la cruz.
Como ya he dicho, en el contexto
inmediato del pasaje de los Hechos de los Apóstoles, hay un detalle
que nos puede hacer bien resaltar (cf. 12.12-17). Cuando Pedro se
encuentra milagrosamente libre, fuera de la prisión de Herodes, va a
la casa de la madre de Juan, por sobrenombre Marcos. Llama a la
puerta, y desde dentro responde una sirvienta llamada Rode, la cual,
reconociendo la voz de Pedro, en lugar de abrir la puerta, incrédula
y llena de alegría corre a contárselo a su señora.
El relato, que puede parecer cómico
–y que puede dar inicio al así llamado «complejo de Herodes–
nos hace percibir el clima de miedo en el que vivía la comunidad
cristiana, que permanecía encerrada en la casa, y cerrada también a
las sorpresas de Dios. Pedro llama a la puerta. «Y fíjate», hay
miedo, hay alegría, «¿abrimos?, ¿no abrimos?», mientras él está
corriendo peligro, pues la policía puede cogerlo. Pero el miedo nos
paraliza, nos paraliza siempre, nos cierra, nos cierra a las
sorpresas de Dios.
Este particular nos habla de la
tentación que existe siempre para la Iglesia: de cerrarse en sí
misma de cara a los peligros. Pero incluso aquí hay un resquicio a
través del cual puede pasar a la acción de Dios: dice Lucas que en
aquella casa, «había muchos reunidos en oración» (v. 12). La
oración permite a la gracia abrir una vía de salida: del
cerramiento a la apertura, del miedo a la valentía, de la tristeza a
la alegría.
Y podemos añadir: de la división a
la unidad. Sí, lo decimos hoy junto a nuestros hermanos de la
delegación enviada por el querido Patriarca Ecuménico Bartolomé,
para participar en la fiesta de los Santos Patronos de Roma. Una
fiesta de comunión para toda la Iglesia, como pone de manifiesto la
presencia de los Arzobispos Metropolitanos venidos para la bendición
de Palios, que les serán impuestos por mis Representantes en sus
respectivas sedes.
Que los santos Pedro y Pablo
intercedan por nosotros, para que podamos hacer este camino con la
alegría, experimentar la acción liberadora de Dios y testimoniarla
a todos.
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