VER
Le están lloviendo críticas al buen
Papa Francisco. No soportan su estilo sencillo de vida, su apertura
misericordiosa a los alejados de la Iglesia, su relación con
protestantes y musulmanes, su condena implacable al fetichismo del
dinero, su opción tan definida y evangélica por los pobres y
excluidos, su respeto por los de otra tendencia sexual, su
insistencia en la necesidad de un cambio del sistema económico, su
reforma de la Curia Romana, su cercanía a los migrantes, su
insistencia en ir a las periferias, sus llamadas a la conversión de
obispos y presbíteros, su apoyo a las justas luchas populares, su
invitación a los jóvenes a hacer lío, su defensa de la madre y
hermana tierra, su modo de hablar improvisado y no diplomático, que
a veces se presta a malas interpretaciones o imprecisiones, etc.
Con ocasión de su próxima visita a
Suecia, en octubre, por los 500 años de la reforma protestante, un
sacerdote español, compañero mío en la Universidad Pontificia de
Salamanca, recuerda todos los errores doctrinales y morales de
Lutero, dando a entender que el Papa no los toma en cuenta y va allá
casi a beatificarlo. No es eso. No hay que anclarse en el pasado, ni
reducirnos a condenar a los diferentes, sino trabajar juntos por el
Reino de Dios.
Pero lo que más le critican es lo
que llaman su ambigüedad deliberada en el capítulo VIII de su
Exhortación Amoris laetitia, sobre los casados por la Iglesia que se
han divorciado y viven con otra pareja, a quienes quisieran que el
Papa casi excomulgara y excluyera definitivamente de la posibilidad
de recibir la comunión eucarística. Les parece que el Papa abre la
puerta para que cometan sacrilegios y, con ello, contravendría la
indisolubilidad del sacramento. Le adjudican una cambiante y relativa
moral de situación. No es eso. ¡Hay que entender lo que el Papa
anhela! Hablaremos de ello en otro momento.
PENSAR
Al inaugurar la asamblea de la
diócesis de Roma, el pasado 16 de junio, dijo: “Mirar a nuestras
familias con la delicadeza con las que las mira Dios, nos ayuda a
poner nuestra conciencia en su misma dirección. Poner el acento en
la misericordia nos sitúa ante la realidad de modo realista, pero no
con un realismo cualquiera, sino con el realismo de Dios. Nuestros
análisis son importantes, son necesarios y nos ayudarán a tener un
sano realismo. Pero nada es comparable con el realismo evangélico,
que no se queda en la descripción de las situaciones, de las
problemáticas -menos aún del pecado- , sino que va siempre más
allá y logra ver detrás de cada rostro, de cada historia, de cada
situación, una oportunidad, una posibilidad. El realismo evangélico
se compromete con el otro, con los demás, y no hace de los ideales y
del ‘deber ser’ un obstáculo para encontrarse con los demás en
las situaciones en las que están.
No se trata de no proponer el ideal
evangélico; no, no se trata de esto. Al contrario, nos invita a
vivirlo dentro de la historia, con todo lo que ello comporta. Y esto
no significa no ser claros en la doctrina, sino evitar caer en
juicios y actitudes que no asumen la complejidad de la vida. El
realismo evangélico se ensucia las manos, porque sabe que trigo y
cizaña crecen juntos, y el mejor trigo, en esta vida, estará
siempre mezclado con un poco de cizaña.
Comprendo a aquellos que prefieren
una pastoral más rígida que no dé lugar a algún tipo de
confusión; los comprendo. Pero creo sinceramente que Jesús quiere
una Iglesia atenta al bien que el Espíritu esparce en medio de la
fragilidad: una Madre que, en el momento mismo en que expresa
claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible,
aunque corra el riesgo de ensuciarse con el barro del camino. Una
Iglesia capaz de asumir la lógica de la compasión hacia las
personas frágiles y de evitar persecuciones o juicios demasiado
duros e impacientes. El Evangelio mismo nos pide no juzgar y no
condenar”.
ACTUAR
Pidamos al Espíritu Santo que
ilumine y fortalezca a nuestro Papa Francisco, y abramos nuestro
corazón a los caminos de misericordia y de verdad que nos propone.
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